Hoy, un nuevo día. Un cuento de hadas modernas. Las princesas no salen en el día. Las ideas no son pulcras. Mucho taxi, mucha noche.
Es como si su interior exigiera una respuesta. Intentaba dársela a través del humo que se revolvía en un rápido viaje de la boca a los pulmones; pero más que respuestas aquella nube envolvía de interrogantes su existencia. Existencia. Esta palabra le parecía tan dura, viscosa, subterránea y profunda, que cada vez que se la figuraba con una imagen surgía una raíz. Una raíz de un árbol gigante, extremidad enorme que se alimenta de lo húmedo de la tierra, ramificándose hasta la eternidad. Tosca en un principio y compleja en su fin, así eran las raíces y la existencia en sus pensamientos.
Debía tomar el metro media hora antes de la hora de llegada a su importantísima reunión con Gabriel. Éste le exigió puntualidad. Quizás exigir no es la palabra adecuada, porque fue amable, simpático hasta lo zalamero, pero destacando con burdas sutilezas que ésta era la oportunidad. Aunque de mala gana, con rapidez se preparó para salir. Lo hizo con tiempo suficiente para disfrutar del corto trayecto que debía caminar entre su casa y el tren color tecnología que tan poco se parece a esos que se asocian con la nostalgia. En su caminata pudo divisar la luna aprisionada entre dos edificios. Pero no, sabía que para ella -la luna- no había prisión. Los astros, esos parecían ser los únicos dioses, los eternos dioses que deambulaban libres; aún si el delirio humano les designaba una rutina, ellos confiaban en el azar, en esos monstruos que se comen todo y lo tiñen de negro, en la luz incalculable, en el vacío y la eternidad.
A cinco cuadras, Gabriel, cuyo nombre de origen Hebreo contiene la fuerza de Dios, nunca creyó en los cuentos de hadas "¿Para qué llorar?, ¿para qué sufrir por causa de amor?, ¿Para qué joderse la vida, enfermarse del hígado?, después de todo la existencia no es más que un espejismo perfectamente diseñado, un exceso de sinapsis... " -decía él-. Sin embargo, era un amante compulsivo de las flores. Dedicaba horas exageradas en el cuidado de su jardín, en
el cual, si observabas desde lejos, podrías apreciar un degradé de maravillosos colores, un perfecto arcoíris que no era producto del azar, sino de su maniático amor por el orden, por lo exagerado en todas las expresiones, desde el equilibrio apolíneo en la decoración de su hogar, hasta la puntualidad milimétrica de las citas "en la puntualidad se ve la voluntad de la persona"- se decía a sí mismo-, mientras cortaba unas patillas de rosas blancas (que combinaban
perfecto con el pañuelo al rededor de su cuello), las que pondría en el florero de la mesa donde cenaría con ella. Sin mucho entusiasmo cuidaba la simetría de los platos y servicios, cuando, muy cerca de su cabeza, sobre su hombro derecho, cayó algo parecido a un excremento de
ave -aunque no exactamente un excremento-, ensuciándole la camisa de satín. Faltaban 5 segundos para las 21 horas, en punto.
Desde la calle, al divisar el torniquete de acceso al transporte público que despreciaba con alma, cuerpo y pensamiento, engulló cuanto aire pudo y se arrojó escaleras arriba con los ojos semicerrados. De dos en dos conquistaba los peldaños, en rápida carrera contra su voluntad, y sólo restaban dos contactos de su níveo pie izquierdo (cubierto con negra sandalia) con el plástico negro de borde amarillo para ingresar en ese absurdo ahorro de tiempo (en desmedro del deprimenterrible y malditamente necesario dinero), cuando con el rabillo de su ojo pardo percibió una cálida silueta; obligada a volver la vista a ese punto móvil, contempló perpleja dos cuerpos amantes, cuyas manos y bocas habían sido bordadas con suavidad divina. Una
súbita puntada vertiginosa y cosquilleante le incitó a volver sobre sus pasos, pero esta vez ya no veloz; cual Sísifo cargando su roca a la cima, Magdalena cargaba la angustia en una caída semejante a la de Altazor, en paracaídas. Y así olvidó el apuro y el agobio del reloj, así descendió escalón por escalón, así sacudió de su memoria a Gabriel durante veintinueve minutos con cincuenta y cinco segundos.
Gabriel intentaba distinguir la sustancia que arruinó su impecable presentación. Pero cada concepto que representaba su cabeza era pura realidad, pura existencia sólida, y tan preocupado como estaba en definir aquello que arruinó la fachada de su ropaje, tan nervioso en sus movimientos para remaquillar su armadura antes de que el timbre anunciara la llegada de Magdalena ("su llegada inminente, sin duda", retumbaba como un eco la voz de sus
adentros), no arguyó que el anuncio no se aproximaba en el sonido de esa esperada aparición, sino que era ese mismo elemento que destruyó su imagen, esa especie de excremento, que no era tal cosa, sino la amarga poesía de la luna -imposible de enjaular ni en un millón de rascacielos-, cuyo canto, pegajoso y turbio, manifestación del pasado cercano, narraba el vuelco en el corazón de Magdalena. Por supuesto que Gabriel no lo entendía, su carácter marcadamente Pitta negaba, aborrecía y desconocía las aporías de la lógica, los laberintos del mito y las verdades innecesarias.
La suavidad de las manos del otro les provocaba, a ambos, una entrega inmediata, aunque cautelosa, de sus labios y sus lenguas abundantes de cariño. Parecían y se sentían uno. Pero no toda su unión era alegría. Es como si el amarse a través de la piel fuera apenas una costura de una herida enorme que jamás sanaría. Helena bebía la baba fresca de Arturo, se saciaba de sus cálidas y líquidas palabras, y mientras cual raíz se alimentaba del sudor de sus manos, comenzó a barruntar una presencia inmaterial que interfería sus actos. Por primera vez en siglos de minutos despegó sus párpados y presenció inquieta la mirada pura, purísima, de Magdalena. Inmediatamente olvidó a Arturo, quien sintió el congelamiento del cuerpo de su querida, abriendo también su mirada, tragándose con la misma sorpresa el cuerpo de Magdalena, que los observaba con un semblante que si quisiéramos definir tendría que ser con el concepto embobamiento iluminado. Así estuvieron los tres, conociéndose como estatuas llenas de vida, olvidando todo pasado y descartando todo futuro.
“Diez minutos tarde”. “Quince minutos y no llega”. “No me sirve una mujer así, necesito a alguien que cumpla mis sueños”. “¡Pero ella es perfecta!”. “Ya no vendrá, ¡No vendrá!”. “¿Qué hago llorando como un imbécil enamorado? Estos sentimientos son una pérdida de tiempo, una ofensa a la razón, tengo que seguir escribiendo mi ensayo, no puede ser que me distraiga con su ausencia siendo que si hubiera tenido su presencia ya le hubiera pedido que me dejara solo para continuar con mis ocupaciones”. “¿Qué maldita tortura es ésta? Son las doce, Gabriel, ella ya no vino, olvídala”. Uno, dos, tres, cuatro… doce secuencias de cuatro golpes, intermediadas por treinta segundos de silencio cada una, fueron necesarias para que Gabriel pudiera darse cuenta de que alguien llamaba a la puerta. Aletargado y con los ojos enrojecidos llegó hasta la manilla, girándola, abriendo el portal que separa su hermético micro-mundo con la selva caótica del mundo incivilizado. Dos policías que preguntan por él. Él que se identifica como el buscado. Ellos que le hablan suavemente: “Hemos encontrado como única pista este papel entre su chaqueta. Los testigos dicen que nunca vieron algo semejante”.
Los tres se miraban. Era como si la herida que siempre carcomió su existencia pudiera sanarse con un abrazo. Sólo tenían que tomarse de las manos ¡Tan cerca estaba ese descanso inagotable que creyeron que no era más que una utopía romántica! El impulso fue espontáneo y mutuo. Al mismo instante quisieron moverse. Pero justo ahí, a un nanosegundo de quebrar esa inmutabilidad de casi media hora, el mundo volvió a sus memorias. Entonces supieron que no importaba cuánto lo intentaran; nunca podrían ser felices. El recuerdo de Gabriel creció como un tumor insaciable en la cabeza de Magdalena. Y así pasó con los otros dos; cada cual con sus propios temores convertidos en tumores devorando sus cerebros, lanzaron un chillido que obligó a los espectadores (que se habían reunido formando un semicírculo a su alrededor) a taparse los oídos y cerrar sus ojos. Luego, cuando todos, a la misma hora, volvieron a mirar, espantados y enloquecidos rodearon los cuerpos mutilados de estas tres almas insatisfechas.
“Sólo hay un motivo que nos impide cerrar el caso” Dijo a Gabriel el policía con más insignias en su traje. Ante el silencio, que no esperaba por respuesta, continuó: “Hay treinta y un dedos. El que… sobra (balbuceó como incómodo por tener que hablar así ante este hombre que no era ni siquiera el novio, pero que se notaba destrozado) no es de ninguno de los tres. No es de nadie que nuestra base de datos reconozca. ¿Tiene usted alguna información que pueda ayudarnos? |