EL PUENTE
-Familia, nos vamos de puente. Niñas, ¿qué os parece que pasemos unos días en Terra Mítica?
- Bien, bieeeeeen.
Las dos niñas, de ocho y cinco años de edad, se colgaron del cuello de su padre estampándole en las mejillas una sonora ráfaga de besos.
-Y tú, Carmen, ¿qué dices?
-Pues que me parece estupendo. ¡Cinco días enteritos sin cocinar!
Coco, ante el revuelo que se había montado con la noticia, empezó a ladrar como si quisiera unirse a la alegría familiar.
El coche se desplazaba a gran velocidad sobre la moderna autopista recién inaugurada. El mar refulgía en la lejanía despidiendo como un espejo los destellos del sol que parecían querer penetrarlo sin conseguirlo. Las niñas se entretenían con la videoconsola ajenas a aquel espectáculo de la naturaleza del que sus padres disfrutaban sin cruzar apenas una palabra. Coco sacaba el hocico por la rendija de la ventanilla que siempre que viajaban le dejaban abierta.
-Niñas, vamos a atravesar uno de los túneles más largos que podáis imaginar.
Cuando el coche embocó la entrada del túnel, Juan disminuyó la velocidad obediente a las señales de tráfico y las niñas dejaron de jugar sorprendidas al penetrar en las entrañas de la gran montaña que poco antes habían divisado a lo lejos.
-Papá, tengo miedo.
-No hija, no pasa nada.
-Papá, tengo miedo.
La pequeña insistía ante una experiencia que asociaba a algunos malos sueños que la hacían despertar llorando, hasta que mamá la acunaba en sus brazos y la tranquilizaba.
-Venga, vamos a contar las luces que van pasando. Una, dos, tres……
Toda la familia se entregó al juego que Carmen había propuesto en su afán de distraer a las niñas, sobre todo a la pequeña que se mostraba más inquieta.
-Ochenta…, noventa…, ciento veinte…, doscientas….
-Ya os había dicho yo que era un túnel larguísimo.
-No quiero contar más, mamá, quiero salir de aquí.
- Y yo también, papá.
Las niñas lloraban al unísono y hasta Coco ladraba sin parar, como si las niñas le hubieran trasmitido el temor que sentían.
Juan, que era la primera vez que atravesaba un túnel tan largo, empezó a sentirse agobiado, y, en su pretensión de salir cuanto antes de allí, pisó el acelerador a tope. En un movimiento reflejo, miró los instrumentos del coche unos segundos para comprobar que todo estaba en orden. Y lo estaba. El coche se deslizaba sin apenas hacer ruido (los neumáticos nuevos, claro, y la ausencia de fricción con el aire en el interior de la montaña). La radio había dejado de funcionar pero era natural a la profundidad a la que se encontraban. ¿Por qué su mente lo encerraba en una cárcel de asfalto y hormigón, cuando estaba en un túnel de la autopista, uno de los más seguros de Europa? Se esforzó en tranquilizarse al comprobar que, cada quinientos metros, había una puerta metálica de comunicación con el exterior y un poste telefónico que le pondría en contacto con el centro de control ante cualquier emergencia. Pero no lo consiguió. La sensación que experimentaba era la de que había trascurrido mucho más tiempo que los siete minutos que, calculaba, habrían sido suficientes para atravesar el túnel a una velocidad normal. El vehículo se desplazaba, sin duda, impulsado por el potente motor, pero, lo que le parecía, era que el asfalto se movía a gran velocidad bajo las ruedas del coche y, en definitiva, que el túnel entero los engullía.
-Juan, me estoy poniendo nerviosa.
Al tiempo que en voz baja se sinceraba con su esposo, mentalmente seguía contando las luces que iban dejando atrás (“veinte mil, treinta mil, sesenta mil…. No puede ser”)
Cogió el móvil que siempre llevaba a mano cuando viajaban, queriendo encontrar en su pantalla iluminada el hilo umbilical que la uniese con el exterior, pero no había señal. Comenzó a sudar y a sentir que le faltaba el aire. Estaba a punto de llorar pero se contuvo por las niñas.
Juan, sin saber porqué, frenó violentamente en un intento subconsciente de quebrar la dinámica de una situación que no comprendía ni controlaba, pero, aunque oyó el frenazo, todo seguía igual: las luces de las paredes, los letreros luminosos colgados del techo, las puertas de salida, los postes del teléfono, los tramos de pintura del asfalto, todo, pasando vertiginosamente ante sus ojos. Ya no oía el llanto de las niñas, la voz temblorosa de su mujer ni los ladridos del perro. Por no oír, no oía ni siquiera sus propios pensamientos. Y cuando ya empezaba a abandonarse a lo irremediable, cuando ya pensaba en dejar de luchar contra lo que le sobrepasaba, al fondo, un atisbo lejano de luz solar le sorprendió.
-Carmen, niñas. Ya se ve la claridad blanca del día. Estamos llegando al final.
Los aullidos lastimeros de un perro retumbaban bajo la bóveda de hierro y cemento.
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