No queda otra alternativa –se dijo para sí- los ojos clavados en un punto de otro mundo mientras sus dedos pulgar e índice enmarañaban, por si no lo estuviera suficiente, la densa desprolijidad de su barba.

Atendió el teléfono. La desquiciante repleción de absurdo reclamo había llovido con tal pertinacia que la turbulencia devino en lago manso. Atendió el teléfono esta vez.
-Bien –contestó- tenés razón. Deberíamos conversar después de todo. Hablemos con calma del asunto. Te espero.

No demoró gran cosa el pibe en llegar a su casa.
-Pasá. Sentate. Ponete cómodo.
El invitado accedió a la solicitud en silencio, tal vez repasando su discurso mentalmente.
Sin la menor vacilación, el hombre extrajo la pistola del bolsillo de su chaqueta y le disparó al pibe directo al entrecejo.
Inspiró profundo. Exhaló largo y relajado. Sonrió. Jamás antes en toda su vida había sentido semejante placer.

Pasados inexactos (merced a la relatividad del tiempo) instantes, la imprevista presencia de la muchacha encontró la escena congelada, sumando su parálisis y su mudez al cuadro pasó de espectadora a protagonista. Sólo fueron sus piernas las que actuaron sin guión. Flaquearon negándose a sostener al cuerpo. Cayó de rodillas y se inclinó hacia abajo hasta que su frente encontró apoyo en el piso.
En cuclillas el hombre tomó con inmensa ternura una de sus pequeñas manos. Besó los delgados dedos temblorosos con devoción. Compasivamente. Acarició durante unos breves momentos su cabeza. –Sos libre –le obsequió en dulce susurro.

La bala se introdujo limpiamente en la nuca de la chica.

El hombre se incorporó. Sin volver la mirada tan siquiera fracción de segundo dejó eso atrás. Se fue. Nada más se fue.
Jamás antes en su vida había sentido una paz tan infinita.

Dicen que el amor todo lo puede.