Aquí me tenéis, sola, como el primer átomo (pero menos sabia). Como el mar, solo y grande, y uno; como la muerte, sola y única; como el café, solo y caliente. Solo y amargo. Sólo sola.
Yo sola aprendí a dibujar, a caminar, de hecho me gustaba cogerle a mi madre la cuchara cuando me daba de comer. Yo sola aprendí a pensar, luego a divagar, y ahora a no pensar. Es lo que más me ha costado, pero también lo que más disfruto.
Ahora camino, sola, lo hago lentamente por la romántica plaza del Tossal. Hace frío, y a pesar de ser las seis de la tarde, ya anocheció.
Me encontraré con mis compañeros de viaje, de vida; tomaremos un café y hablaremos de cosas absurdas, leeremos las frases célebres de los sobrecitos de azúcar mientras ponemos cara de iluminatis y volveremos de nuevo a casa.
Sola, con la única compañía de Billie Holiday en mis oídos y una permanente luna que me observa cada noche, cruzo el río y atrás dejo las torres de Serrano; cruzo el paso de cebra y me siento a esperar el tranvía.
Son diez minutos, máximo quince, los que separan el lugar del calor de mi casa. Pasan rápido, Blue Moon, y bajo del vagón.
Premio con un beso a cada uno de mis familiares, a mis tres sombras; y me vuelvo a mi habitación, mi territorio sagrado. Son tres metros cuadrados, todo huele a mí y ya son las once y media.
Me meto en mi cama, individual, y cierro los ojos. Y recuerdo aquel libro que olvidé en la mesita de la cafetería, donde su autor me contaba el por qué de la siguiente frase, la primera de su primer ensayo: "El canal de parto y el ataúd son dos lugares diseñados para un solo cuerpo".
Y hoy, os lo explico yo a vosotros. Aprended, disfrutad de vuestra propia compañía, hacedlo con una sonrisa y compadeced a aquellos quienes no comprenden el amor por la tranquilidad de la soledad.
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