El viejo obrero taladró hasta romper el suelo del patio de la iglesia de San Nicolás. Hacía sol, un calor extrañamente armonioso en un dia de diciembre que cubría el tiempo y el espacio de un pequeño pueblo de interior, frío en invierno y jugoso en verano por su olor a vid.
El ruido se expandía metros y metros, las gentes que paseaban aquel sábado soleado por las calles del único lugar en la Tierra en el que sólo sale el sol los fines de semana, aligeraban su paso para huir del temblor del suelo y del atolondrante chillido de la máquina.
Cuando el viejo terminó, vinieron tres hombres más jovenes con palas oxidadas, encargándose de arrastrar hacia afuera los escombros que iba apartando la excavadora negra. A escasos cuatro metros del destrozo, otros tres hombres con casco y maletín observaban la escena, hablando entre ellos, escuchándose los unos a los otros, dirigiendo la mirada hacía la cúpula sucia y antigua. Acariciándose la perilla, arqueando las cejas. Pensando qué tirar abajo, qué no tirar, qué restaurar. Qué almorzar media hora después. Qué modificar.
Sumidos en la conversación, se alertaron al oir las voces de uno de los excavadores:
"¡HUESOS! ¡AQUÍ HAY CALAVERAS!"
Apartaron corriendo la valla, ésta cayó al suelo y nadie se preocupó en recogerla. Buscando criptas de célebres personajes del lugar y pasadizos, obviaron el detalle de los huesos. "Sólo son huesos... Llamaré a los arqueólogos para que los extraigan y que hagan lo que tengan que hacer con ellos...".
Al cabo de media hora, apareció una mujer de cabello rubio blanquecino, de unos cuarenta años, delgada y con gafas, posadas sobre el pronunciado hueso de su nariz, seguida de tres muchachos jóvenes vestidos con un mono de color cartón y llevando un maletín por cabeza.
"Proceded chicos, con cuidado; el primero que se cargue uno le suspendo las prácticas y le jodo la carrera para toda la vida, ¿os ha quedado claro?", dijo la mujer. Los muchachos bajaron la cabeza y se introdujeron con cachivaches en las manos dentro del hoyo.
Al cabo de cinco horas y media, los huesos ya estaban limpios de polvo y clasificados en las maletas. La mujer y sus secuaces se volvieron por la misma esquina por la que habian aparecido. Los demás hombres siguieron buscando algo que reluciese, bajo su ignorancia, bajo su avaricia.
Los huesos, cuyo origen se postraba doscientos cincuenta años atrás, fueron arrojados a la fosa común del cementerio del municipio. Doscientos cincuenta años de historia, sin más, tirados como basura en el cubo de los muertos, donde todos callan. Donde se olvida el pasado.
Y los tres hombres siguieron buscando algo que reluciese, bajo su ignorancia, bajo su avaricia. Y no encontraron nada, tansolo la burla del santo, que desde su cúpula los observaba, riéndose por lo bajo y dando bienvenidas a los muertos. |