Pasadas las doce del mediodía, el Señor Alfred estaba sentado en la Plaza Buena Vista de la Ciudad Marítima de Alsur, a sus cuarenta años él ha dado toda su existencia a un trabajo sempiterno, con jornadas diarias de dieciséis horas de arduas tareas, le estaba yendo bien, aunque en el último tiempo las cosas se le complicaron, su familia tomó el viaje al otro reino, y además la pesca de salmones cayó de una manera ingente, apenas se llegaban unas exiguas dos toneladas cuando lo normal eran quince.
Alfred quedó muy triste a causa de todos estos eventos, su alma quedó muy dolida, y no sabía bien qué hacer, si seguir con eso, la difícil tarea de seguir sin su familia, y con una situación laboral muy precaria, o si terminar con esta aflicción…
Ansioso y ensimismado, miraba cómo un camión se iba acercando con premura, se levantó y se fue acercando al cordón de la vereda…
– Deténgase, señor –dijo una Señorita Joven, con pómulos bien definidos y unos ojos tan claros cual diamantes.
– Déjeme en paz, joven dama –dijo el Señor Alfred, con una mirada arisca y decidida.
– Antes de hacer lo que piensa hacer –dijo la Señorita Joven–. Déjeme hacerle una pregunta.
– ¿Cuál podría llegar a ser? –dijo el Señor Alfred.
– ¿No le parece una elección muy fácil? –dijo la Señorita Joven–. ¿Terminar así?
– ¿Acaso usted sabe por qué lo haría? –dijo el Señor Alfred, cuando el camión pasó–. ¿El dolor de perder la familia que tanto cuidó, y el trabajo que tuvo durante tanto tiempo?
– Yo sé de dolor –dijo la Señorita Joven.
– ¿Qué sabe usted de eso? –dijo el Señor Alfred–. ¿Además cómo se llama usted?
– Me llamo Anastasia –dijo la Señorita Joven–. Y créame, señor, yo sé lo que es sufrir.
– ¿Ah, sí? –dijo el Señor Alfred–. ¿Qué le ocurrió a usted, señorita Anastasia?
– ¿Acaso usted escuchó lo que aconteció en la Casa Rudwich? –dijo Anastasia.
– Sí, ¿qué hay con eso?… –dijo el Señor Alfred, que tragó saliva.
– Yo soy la única persona que sobrevivió de allí –dijo Anastasia, triste–. Vi a muchas personas morir, y quedé sola en este mundo, señor…
Anastasia empezó a llorar, muy amargada, aquellos ojos tan claros se oscurecieron como si su luz se hubiera desvanecido. Seguidamente el Señor Alfred se acercó a ella.
– No diga que no sé lo que es sufrir, señor –dijo Anastasia.
– Disculpa –dijo el Señor Alfred.
– Si supiera usted lo que sufrí yo –dijo Anastasia.
– No lo sé –dijo el Señor Alfred–. Cuéntame.
El brillo de los ojos de Anastasia volvió en un instante, al escuchar que el Señor Alfred quería escuchar su experiencia de vida. Sus ojos, además, estaban recubiertos por unas incipientes lágrimas. Emocionada y muy feliz, unas líneas de júbilo descomedido se dibujaron en su rostro, con tez casi pálida, y en sus labios se delineó una sonrisa enorme.
Seguidamente agarró al Señor Alfred del brazo, y empezaron a caminar. El Señor Alfred, por su lado, se mostraba algo desconfiado por la actitud de su nueva “amiga”, de querer contarle todo lo que le pasó, aun cuando él quería saber aquellos eventos…
Caminaron hasta llegar a una banca, que bordeaba la plaza, que tenía un parque de juegos muy lindo, con gráciles toboganes, y una afable calesita, que mostraba señales de haber sido limpiada recientemente. Una vez sentados en la banca, estuvieron un tiempo medianamente largo en completo silencio, solamente se escuchaban los encantadores cánticos de los pájaros y el suave surcar del viento que movía las hojas de los árboles, propiciando una linda y llevadera melodía.
Cuando Anastasia empezó a hablar, contando todas las cosas que le ocurrió. Empezando desde su niñez, época en la cual vio morir a su hermanito de una manera muy fea, cuando fue atacado por una jauría de perros. Después en su juventud, vio cómo mataban a su padre y a su madre, comentando que en aquella ocasión, pidió ayuda a un montón de personas, y que nadie quiso darle auxilio, sino que dejaron a su familia morir.
La expresión del Señor Alfred iba cambiando a medida que Anastasia le iba contando, una expresión de extrema preocupación; pero su ser se llenó de una tristeza desmesurada con lo siguiente que le comentó, esto era que nadie quiso hacerse cargo de ella, ningún familiar quiso cuidarla, alegando que “ya era grandecita” y que “podía cuidarse sola”. Sin embargo, después de estar en la calle durante un mes fue enviada a un orfanato, ya que era menor de dieciocho años. Allí, halló muchos amigos, personas queribles que la cuidaron durante varios años, pero… todo aquello terminó, cuando su hogar se incendió y todos ellos murieron quedando ella con vida nomás, esto fue en la Casa Rudwich, y ella ha estado sola desde entonces, a la venia de Dios… ya el Señor Alfred estaba destrozado…
– ¿Y cómo hiciste para superar todas esas cosas? –dijo el Señor Alfred, con sus ojos inundados de lágrimas–. ¿Seguir viviendo?…
– Para algo es que uno sigue con vida, señor, créame –dijo Anastasia–. Después de tantas cosas que pasé yo ya no tenía más fuerzas para nada, y pensé en hacer lo que usted pensaba, terminar con el dolor. Pero pensé que era una decisión muy simple, y empecé a pensar en varias cosas… en que siempre hay un mañana, y uno puede estar feliz siempre y cuando se lo proponga, que hay que enfrentar cada día estando lo mejor posible. Solo recuerde esto, señor, “LA VIDA ES LO QUE UNO QUIERE QUE SEA”, ahora usted verá qué hará, si se tira abajo o si sigue adelante… Es una decisión que debe tomar usted por su cuenta. Le dejo este papel, es donde estoy parando por ahora, aunque no sé por cuánto me quedaré allí. Espero volver a verlo, señor, un gusto.
Seguidamente Anastasia le dio un beso en la mejilla al Señor Alfred. Se levantó, lo quedó mirando unos instantes, y después empezó a caminar. Mientras que el Señor Alfred se quedó mirando cómo se iba, en su cabeza quedaron rondando mil pensamientos acerca de qué debía hacer. Se quedó mirando el papel, hasta que escuchó un sonido, era un camión que se acercaba, se levantó, pero empezó a caminar por la vereda, yendo a su casa.
Una vez allí se recostó y en su cama siguió pensando en lo que acaeció en el día, hasta que finalmente se durmió. En la mañana siguiente se levantó temprano, se preparó un desayuno; terminó su café con leche, acompañado por unas tostadas; se abrigó, salió de su casa y empezó a caminar, con el papel que le dio Anastasia en la mano, hasta que llegó a la dirección indicada, al llegar notó varias cosas que le llamaron la atención…
Algo desconcertado tocó a la puerta, esperando que alguien lo recibiera… Fueron pasando los intentos, hasta que alguien le abrió y lo atendió.
– Hola, señor –dijo una Señora, con un cariz bondadoso y algo dúctil–. ¿Qué necesita?
– Hola, Hermana, ¿cómo le va? –dijo el Señor Alfred–. Quería preguntar si ésta es la calle Leruöi al 230.
– Sí, señor –dijo la Monja–. ¿Por qué pregunta?
– Pregunto porque ayer hablé con una señorita, que se llamaba Anastasia y me dio esta dirección –dijo el Señor Alfred–. Y, aunque no sé su apellido, además que ésta es una iglesia.
– Ah, sí, Anastasia Rudimenkov –dijo la Monja.
– ¿Qué, ella vive acá? –dijo el Señor Alfred.
– Sí, es una de nuestras enviadas –dijo la Monja–. Que recorren la ciudad, tratando dar esperanza a aquellas personas dolidas…
– Entiendo –dijo el Señor Alfred–. ¿Está acá, la podría llamar?
– Ella se fue esta mañana –dijo la Monja.
– ¿Se fue? –dijo el Señor Alfred–. Ella me dijo que se iba a ir, o algo así, aunque no sabía cuándo…
– Sí, la mandamos a la Ciudad de los Rosales, señor –dijo la Monja–. Ella ya está apta para cuidarse sola… Me dijo que cuando viniera le diera esto…
Seguidamente la Monja le entregó una carta al Señor Alfred, era de Anastasia, él se quedó leyéndola unos cuantos instantes, hasta que terminó de leerla, acto seguido empezó a caminar, yendo a la estación de trenes…
– ¿Adónde va, señor? –dijo la Monja.
– A buscarla –dijo el Señor Alfred.
– Tiene que tener claro que puede parar en cualquier lado y que esa ciudad es grande –dijo la Monja.
– Lo sé –dijo el Señor Alfred.
– ¿Aun así va a ir? –dijo la Monja.
– Claro que sí –dijo el Señor Alfred.
– Que tenga suerte, señor –dijo la Monja–. Que Dios lo bendiga.
Entonces el Señor Alfred empezó a correr, tratando llegar lo más rápido posible a la estación, y estar en los Rosales prontamente, para buscar a aquella persona que le enseñó una lección muy importante, que le dio un sentido a su vida… Que sin importar lo que acontezca hay que estar felices de estar vivos, y que siempre hay esperanza, y que nada ocurre librado al azar… |