Comencé a targarme las esferitas. primero las rojas, porque algo me decía que sabían mejor que las otras. y sí, dejaban un regusto a moras y canela muy parecido al que queda luego de chupar las palmas de un niño pelirrojo o el tronco del abedul que está
cerca de la casa de Martina. me comí todas las esferitas rojas, pues, y continué con las doradas. estas sabían a lo que sabe el aliento de un becerro si se le besa apasionademente justo al amanecer,
lo cual me trajo gratos recuerdo de mi temporada en Bangladesh. mientras deglutía las esferas volví a ver a Sama metiendo su larga lengua en los hocicos de aquel ganado escuálido que tantas veces nos
sacó de deudas. mientras yo hacía esto, alguien tocó a la puerta. no hice caso porque, además de estar como invitado ahí, nunca abro la puerta a nadie, sea quien sea y esté donde esté. no le abrí la puerta a mi hermana cuando solicitó ayuda luego de ser cuasiviolada, menos a cualquier otra impertinete de esos que abundan en navidad, con sus hambres y sus ropas pobres y sus hedores a barrio bajo y sus cuadros de desnutrición asquerosos. así que el timbre repiqueteaba y yo mordía y tragaba, pensando en lo bien que estaría desaparecerlos a todos ellos. me fijé entonces en el arbolito. el arbolito era tan feo como
cualquier otro arbolito sintético, pero esas ramas siempre me han servido estupendamente para rascarme la espalda, así que guardé una docena en mi bolso de piel de judío. este bolso me lo regaló Mardoff, de quien un día les hablaré. las ramas tenían el tamaño justo para alcanzar y ser manejadas,
lo cual me auguró dichosas horas de placer cutáneo.
en fin, acabé con los adornitos de porquería y también
le di muerte a los pastores y la sagrada familia. todos ellos sabían a dulce de leche, lo que me empachó un poco. y como no apareció el dueño de la casa, a quien yo esperaba en la sala adornada, hice fuga a las 8 de la noche, no sin antes patear al maldito
perro que no dejó de ladrar, encadenado en el jardín,
mientras yo daba fin a mis procesos digestivos bajo el naranjo del centro. en verdad pienso que se debería dar fin a todas esas mascotas que sólo sirven para aumentar el porcentaje de heces del planeta. si
queremos salvar a nuestro bello mundo, hay que comenzardes haciéndonos de los sobrantes. así se podría ver la nula utilidad de otras especies como los cristianos, los gatos, los hamsters, los periquitos chinos y las mujeres feas.

Salí a la calle apresurando el paso; comenzaba la noche buena y había otras casas que visitar.