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A petición de los ausentes, sobre todo de quienes ya no viven junto al río, hoy os ofreceré una narración alegre, optimista, llena de fulgor y fantasía que llenará de placer cada rincón de vuestros cuerpos y vuestras almas.
El día que nos cobijó estaba nublado, pero no menos agradable. A ratos aparecía el sol fulminante, que nos curtía del suficiente calor como para mantenernos en una temperatura adecuada y para nada molesta.
En fin, ya avanzada la mañana, decidí que era hora de despertar, levantarme y comenzar a desarrollar mis tareas habituales. Un par de contundentes sorbos de agua helada, pura, cristalina y rebosante de vitalidad. Del mismo elemento gozó el rostro y luego las manos, enfrentado al espejo y gratamente expuesto a la primera fase de aseo matinal. Un café cargado, con un poco de leche para compensar la desfachatez eufórica de aquel indispensable brebaje. Pan crujiente producto del noble fuego, que aparte de tostar la clásica merienda, anunció con su incomparable ímpetu las renovadas energías con que habría de enfrentar el desafío que representa el diario vivir. Punto aparte la mantequilla velozmente fusionada en la superficie de la apetitosa fuente de carbohidratos que, chilenamente orgulloso, cada mañana me obsequia sus nutrientes.
Tengo la suerte de ostentar una rigurosa rutina metabólica, hecho deshecho que antecede a la fértil ducha que, cuando hay menos premura, evoluciona hacia un reconfortante y sensualmente cálido baño de tina. Aquella vez, no obstante, se trató de una apresurada sesión donde lo primordial fue higienizar la silueta que cubre mis entrañas, en especial, aquellos sitios donde reina la fortaleza del olor masculino y los vestigios de lo que alguna vez fue parte mía, pero que por voluntad propia del destino abandonó sin pudor su esporádico nicho.
La elección de la ropa fue determinantemente inmediata, pues a excepción de calzoncillos, calcetines y polera, habría de reciclar la imagen de la jornada anterior. Mientras se encuentre en condiciones visualmente dignas, da lo mismo repetir la tenida. Así fue aquel día. Por lo demás, se trataba de prendas parcialmente nuevas que no sólo se adecuaron a mi estricta comodidad sensorial, sino que alcanzaron para complacer al ineludible ego que a todos nos guía al momento de optar por lo que habrá de cubrir nuestra carne, nuestra desnudez que por costumbre escondemos de miradas y sanciones ajenas.
Hasta el momento eso, lo usual, lo sin culpas, lo necesario para simpatizar con cada persona, cada esquina y cada pantalla que debemos todos confrontar para lograr la meta que, desde el momento de ser concebidos, se nos ha asignado, y cuyo valor radica en un profundo y magistral compromiso que debemos no sólo comprender y valorar, sino que agradecer y venerar. Si no logramos darnos cuenta de ello, pues la fortuna habrá de convertirse en una continua ronda de tropiezos y permanentes decepciones, algunas de ellas incapaces de transar inclusive con la palabra que testimonia lo que de una u otra forma, estoy tratando de contar, de compartir con vosotros, una experiencia ejemplarmente útil. Está claro que la botella no se destapó sola ni por intervención divina mediante. Es innegablemente absurdo intentar disuadir una presencia tan protagónica como el detonante diferenciador de la presente memoria que, perturbada, aclama libertad para darse a conocer.
¿Creed acaso que lo que hoy os cuento es una vaga metáfora de la ingenua imperfección de nuestras vidas? ¿Pretended forzar un diagnóstico presuntuosamente vacío acerca de mi humanidad? ¿Pensad que tan sólo se trata de una osadía irrespetuosa nacida del vientre falso que adorna las equívocas representaciones que tengo la osadía de transmitiros? Pues estáis errados en vuestras apreciaciones y embobadas distinciones hacia mi persona; válgame un mínimo reconocimiento el hecho de atravesar las fronteras de lo irreversiblemente flagelado por el conformismo y sus variantes. Habremos todos de implorar por desacatos y blasfemias, pues ya las aventuras desfasadas de los héroes autocoronados perdieron su esplendor y su errante pretensión fabulística. Es el tiempo de quienes no alcanzaron a triunfar, de los que olvidaron inocentemente las contraseñas inyectadas por quienes jamás leerán este párrafo.
Entre medio de tanta praxis, olvidé por completo que debía estar a primera hora presente en una importante reunión. Demasiado tarde como para restaurar las circunstancias, menos para neutralizar las previsibles consecuencias.
Aquel día comenzó más tarde de lo habitual, y terminó tan temprano cual vaso demora en transparentarse bajo la luz del misterioso humo impreso en la música que, aún, siguió esperando junto a mí la reacción jovial de vuestra comprensión lectora.
Esta es, palabra del ruiseñor.-

Texto agregado el 18-12-2010, y leído por 183 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
19-12-2010 . moebiux
 
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