Terregoso, seco; diríase que totalmente infértil, era el camino que yo recorría acalorado. El sol caía de plomada. Una que otra nube pasaba esporádica, ligera surcando el azul vivo del cielo.
Era yo apenas un niño y mi madre me había enviado al pueblo para vender el último borreguito que nos quedaba o intercambiarlo por alimento. Mi sombrero de paja era punto menos que insuficiente para cubrir mi rostro de los rayos del sol. El animalito que traía en mi regazo contribuía a acalorarme aún más. Así que lo dejé caminar un poco siguiéndome el paso. Pareciera que no sabía a dónde le llevaba, ya que trotaba feliz.
A ratos nos deteníamos para cubrirnos bajo la sombra de los arbustos. Después de unas tres horas de camino llegamos al riachuelo, había que cruzarlo sumergiéndose en él, cosa que tanto a mí como al borreguito nos hizo mucho bien. Jugueteé en el agua, la tomaba con la mano y me la lanzaba al rostro. Bebimos esa agua con verdadera fruición.
Unos metros más allá unas lavanderas me observaban y pude darme cuenta de lo cómica que les resultaba mi actitud.
Ya un poco más fresco, me senté a la orilla, aún remojando mis terrosos pies en el agua mientras comía el pan que mi madre había puesto en mi morral. Mi borreguito tampoco perdió la oportunidad de pastar entre los yerbajos de la ribera.
Continuamos el camino. Todavía nos faltaban unas dos horas de marcha. El sol no tardó nada en secar mis ropas y volverme a sofocar.
Otra vez, una vez más, camino desértico y desolado. Una vez más mis pies estaban llenos de tierra.
De pronto, como si hubiese aparecido de la nada, vi, unos metros delante, a otro niño. Él también portaba báculo y sombrerito de paja y guiaba a varias ovejas. Pero aparte de su morral cruzado al pecho, llevaba en la mano izquierda una canasta muy grande para su edad.
Algo me movió. Apresuré mi paso para llegar hasta él. Sentía curiosidad por saber a dónde se dirigía ese niño tan pequeño que caminaba mesurado; era como si el sol, como si la caminata no le hiciesen daño alguno.
Finalmente le di alcance. Comencé a caminar casi a su lado y le saludé para ver aquel rostro que cubría su sombrero. Él se detuvo, me dirigió una mirada cálida.
Definitivamente él no era de ahí. Su rostro era blanco como la nieve, los pies que asomaban dentro de sus huarachitos también eran impecablemente blancos. Su sonrisa era amistosa, pareciera que le dio gusto encontrarse con un acompañante. Pero lo que más me llamó la atención fueron sus grandes ojos. Luminosos. Expresivos. Llenos de candor.
No supe qué decirle; su presencia me imponía. Él detuvo su paso por completo y sus animales hicieron lo mismo. En cambio mi borrego siguió su camino.
- ¡Eh, regresa aquí! – Le llamé, pero hizo oídos sordos.
Y aquel niñito tan pequeño le dijo con dulzura y autoridad a la vez:
- Regresa con tu dueño.
¡Una maravilla! El borrego regresó de inmediato y se acercó a él mimoso. El pequeño lo acarició.
- Lo llevo al pueblo para venderlo… - me atreví a decirle. El niño volvió a mirarlo y respondió:
- ¿ Y por qué no criar a un animalito tan bello?
- Porque mi madre y yo necesitamos algún dinero para comer… no me desharía de él si no fuera así… - quise explicarme.
El pequeño, impasible, lo miró de nuevo para luego decirme:
- Sentémonos a descansar un poco.
Yo lo hice de inmediato. Él se quitó los huaraches enlodados y comenzó a sacudir uno contra el otro. Mientras hacía esto me dijo:
- Abre mi canasta…
Yo deslicé el paño blanco que la cubría y vi dentro peces, pan, frutas, queso…
- Toma lo que quieras - me dijo -, hay suficiente.
Al punto tomé algunos alimentos, estaba contento de saciar el hambre que aún me atormentaba. Él sólo me observaba.
- ¿Tú no comes? – pregunté.
- Claro, yo también - Dijo, y comenzó a comer con mesura.
- ¿Desde dónde vienes?
- Vengo de un lugar más alejado que el tuyo. Pero es necesario que mis ovejas pasten-. Respondió para luego tomar agua.
- ¡Qué fresca y deliciosa es tu comida! – Comenté.
- Quería que te agradara…
Mi borreguito ya se había unido a los suyos y pastaban. Es extraño, pero según recuerdo, cuando nos detuvimos el camino era seco y ahora resplandecía de verde. Seguramente no me fijé bien.
Al concluir nuestro banquete me levanté el primero y tendí la mano al pastorcito para ayudarlo a levantarse.
En ese momento vi mis huaraches, uno de ellos ya estaba roto del cinto y no servía. El pequeño lo notó y me miró como cuestionándome. Yo me avergoncé un poco y expliqué:
- Es que son muy viejos y llevo caminando un largo trecho… tendré que seguir el camino descalzo…
- La tierra caliente te quemará los pies – dijo con aire de sapiencia -. Préstame tus sandalias, tal vez tenga arreglo.
- Pero, ¿qué arreglo? Esto ya no sirve… - respondí mortificado.
- Dame tu calzado - repitió con suavidad e imperio.
Yo no tenía opción. De inmediato se lo di. Lo tomó con delicadeza, miró los cintos rotos, pasó sus deditos por ellos como acariciándolos ¡y me devolvió mis huaraches reparados!, ¡asombrosamente reparados y como nuevos! Yo estaba azorado.
- Ya podemos seguir – me dijo guiñándome un ojo.
- ¡Sí, sí que podemos! Pero ¿cómo lo hiciste?
- No fue nada, sólo estaba mal atado…
Yo no salía de mi asombro. Más cuando el par estaba totalmente limpio y cómodo. Él dijo entonces:
- ¿Por qué no regresas a tu casa? Te ves muy fatigado…
- No puedo hasta vender el animal en el pueblo y falta mucho para llegar…
- Ahí está el pueblo – dijo señalando con su índice hacia el frente.
- ¡Es verdad! – exclamé -, ¡es verdad! En seguida verás cómo lo vendo…
- No será necesario, te digo que regreses a tu casa con tu borreguito…
- Pero… si ya estamos en el pueblo… - Yo estaba totalmente desconcertado.
- Te lo digo yo; en tu casa no falta nada y tu madre te espera, mira allá – se volvió entonces para señalarme hacia atrás. Y a unos cuantos metros vislumbré mi casita.
Yo no sabía qué creer ni qué pensar. Era absurdo, llevaba horas caminando… el sol de unas cuantas horas no es suficiente para tener alucinaciones así.
- Regresa con el borrego – insistió -, más adelante les servirá. En tu casa no falta nada.
Yo, sin cuestionarlo, tomé al animalito en mis brazos, le di las gracias al pequeño pastorcito y regresé.
Al llegar quise explicar a mi madre cuanto había ocurrido. Pero en cuanto me vio, ella comenzó a hablar con emoción.
- ¡Mira!, ¡qué bien que no vendiste al borreguito! Ven, entra…
Dentro de mi casa había una canasta. ¿Podía ser la misma del pequeño pastorcito?, pensé. Entonces mi madre continuó:
- Pasa que hace unas dos horas ha venido un pequeño pastorcito, hermoso como él sólo, estuvo hablando de cosas tan bellas… luego dejó diez borregos en el corral y esta canasta. Lo más sorprendente es que cada vez que intento vaciarla, los alimentos no se acaban nunca… Además el niño me ha dicho que Él siempre estará con nosotros… no le entendí…
- ¡Madre! – dije cuando caí en la cuenta – Es el niño Jesús. ¡Ha sido el Divino Pastorcito quien nos bendijo!
|