LA TIENDA.
A pesar de que era muy difícil conseguir las divisas, la tienda siempre amanecía con varias personas esperando para entrar. Era mucho el dinero que llegaba del exterior, aunque muy escogidos y bien señalados los que lo recibían de los familiares en el extranjero, sobre todo proveniente de Miami. Afuera estaban los que traficaban con dólares y los que simplemente iban a curiosear por no tener mucho que hacer. Se recostaban a una columna o caminaban lentamente por el portal esperando, aunque muy difícil, si algo se les pegaba con algún conocido que tuviese la suerte de entrar a comprar. Cambiaban el peso cubano por los dólares americanos, tan originalmente odiados, para que los nacionales que no recibían dinero del extranjero pudiesen comprar en las tiendas. Se ubicaban en las inmediaciones de la puerta de entrada como cazadores silenciosos en espera de sus clientes. Tenían buen ojo. A los turistas, extranjeros y cubanos que venían de visita, se los compraban. A los cubanos ansiosos de cambiar sus pesos se los vendían. Cuando localizaban a su posible víctima se le acercaban y le decían casi en un susurro: “dólares”. El más inocente podía saber lo que hacían, que estaba supuestamente prohibido, pero interesaba que lo siguieran haciendo. Cuantos más dólares mejor. Claro está que cuando la Seguridad lo resolvía los recogían a todos y les incautaban el dinero que cargaban encima. Constituía el ciclo usual de hacerse la vista gorda y después castigar. Otra manera de sembrar el miedo. Posiblemente en muchas ocasiones el procedimiento no era más que una farsa y los personajes del cambiazo eran a su vez agentes del Gobierno. Pero funcionaba, que era lo importante. Pero él tenía su negocio montado y necesitaba comprar algunos jabones de baño. Se acercó al gordo que conocía de siempre y cambió cincuenta y cuatro pesos por dos fulas verdes. Entró a la tienda después de pedir diez permisos mientras empujaba para poder llegar a la puerta que se abarrotaba de curiosos. Adentro, con sus escasos dólares en las manos, la pobre gente miraba de un lado a otro sin decidirse qué comprar. Los artículos eran demasiado caros. Pero él sabía lo que hacía. Se fue directamente a la vidriera donde vendían los jabones y compró dos de los más baratos. Pagó y se dirigió a la puerta de salida con su recibo en la mano. Para salir enseñó su ticket de compra y la mercancía que llevaba. El custodio miró dentro de la bolsa plástica mientras revisaba y rasgaba el ticket. Hasta esta simple revisión se hacía con mala cara y suspicacia, como si se estuviese cometiendo un delito. Se dirigió a su casa, caminando por más de doce cuadras bajo el sol calcinador. Cuando arribó a la casa, los vecinos que no tenían jabones ni cisterna en sus moradas ya lo estaban esperando. Determinó el orden en que habían llegado y empezó su actividad. Encendió la diminuta bomba eléctrica que subía el agua del pozo que él mismo había hecho con un tubo enterrado por más de dos metros y esperó a que el tanque que estaba sobre el techo se rebozara. El baño, que a duras penas el mismo construyó, tenía dos duchas exiguas que no eran otra cosa que dos simples tubos de media pulgada. Cada jabón lo alquilaba por cuatro pesos cubanos por cinco minutos de uso muy bien contados. Así, pasaron los dos primeros clientes. Sentado en un taburete que se recostaba sobre las patas traseras a la pared de tablas, miró hacia el reloj. Buen negocio. Sacó un residuo de tabaco que llevaba guardado en uno de los bolsillos de la camisa y desde el primer mordisco que le dio empezó a escupir sobre el piso de tierra. No había duda que las exclusivas tiendas en dólares tenían sus ventajas. Y él sabía aprovecharlas. La escasa caída de agua apenas se escuchaba. Tres de lo que esperaban por el baño hablaban de béisbol mientras fumaban. El cuarto entonaba la canción Yolanda al mismo tiempo que también fumaba un cigarrillo y marcaba con los dedos el tiempo de la tonada contra las tablas. Ninguno tenía apuro alguno. Llevaban varios días aburridos y sin bañarse. No importaba, era poco lo que se podía hacer para pasar el tiempo. |