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Quiosco El Porvenir

Aquellos eran verdaderos inviernos. Escarcha así de gruesa en los cordones, los pastos blancos de hielo, una capa congelada sobre los zanjones ya sin ranas. Los pibes teníamos sabañones y andábamos con pantalón corto de acá para allá, corriendo para disimular el fresquete. Y éramos pibes hasta los veinte, cuando nos sorteaban para la colimba que, según decían nuestros padres, era el lugar donde se hacían los hombres. Durante esos años sobre Rivadavia, entre Máximo Paz y Ubaldo Férnández, los de la barra nos reuníamos en la vereda vainilla del quiosco El Porvenir, de Villanueva y Ponce, donde todo el barrio compraba diarios y revistas. El local era una cuña entre dos construcciones antiguas de esas que los albañiles italianos escapados de la guerra hicieron de a montones en pocos años y que ahora parecen joyas arquitectónicas. En una lonja de terreno, consecuencia de una subdivisión litigiosa, lucía aquella fachada original o torpe, nunca se sabe, a la manera de los por entonces famosos habitáculos de los siete enanitos: un techo de tejas a dos aguas, la inútil chimenea de azulejos blancos, una ventana estrecha por donde se atendía al público, una puerta de madera pintada de rojo y lo que ninguno de los pibes de entonces podremos olvidar jamás, el reloj cucú. En lo alto, cerca del vértice del de la cumbrera, el muñequito de madera y rostro idéntico a Perón, mejillas generosas y esmaltadas, vestimenta de tirolés, golpeaba un tambor cada treinta y sesenta minutos, asomándose al tornillo de junio por las puertitas que se abrían con ademán de mago.
Por entonces, los fervorosos años de fines de los cincuenta, éramos muy chicos para entender que mencionar el apellido del General significaba escupir a la República, ganarse el repudio de casi todos, sacar patente de perseguido, aunque algo intuíamos al gritar “Viva Parón, carajo” en falsete, cada vez que el gnomo golpeaba al tiempo con su maza diminuta. Arguello, el policía de la cuadra, se reía y amagaba corrernos con su palo en la mano hasta que nos perdíamos por las esquinas.
Villanueva y Ponce, dos hombres de buena contextura, despachaban con maestría matutinos, vespertinos, revistas de historietas varias, cigarrillos, yerba, chocolatines con premios, figuritas, billetes de lotería y según la intensidad de rumores de golpes de estado, paquetes de fideos, arroz y lentejas, sin que nadie se explicara cómo podían permanecer en ese sucucho sin sufrir irreversibles problemas de cintura o de columna. Desde luego, los de la barra también conseguíamos fotos pornográficas importadas, en blanco y negro, que entretenían nuestras gélidas vacaciones de mitad de año.
A la mañana, cuando la chatita del colorado Carmelo llegaba con los paquetes de diarios atados con ese hilo peludo y grueso que dejaba hebras amarillas en las manos, lo atendía Villanueva, bigote fino, llavero ruidoso y compadrón colgado del cinto que marcaba su caminar lento y constante. Tendría unos cuarenta y cinco años, trabajaba todo el día por y para su única hija Mirta, huérfana de madre desde su nacimiento por un parto mal atendido. Dotada de una inteligencia notable la chica vivía en una pensión de monjas en Almagro y volvía cada dos meses para compartir con su padre un almuerzo en el Náutico. Ya era una mujer a punto de recibirse de médica con medalla de oro, gracias al esfuerzo tozudo de su padre que durante las tardes, entre la penumbra mínima del lugarcito llevaba la contabilidad de varios sastres del centro.
Villanueva era contrario a muerte del régimen caído en septiembre del 55. Incapaz de reconocer cualquier logro del General que había huido en la cañonera paraguaya, como le gustaba subrayar con sorna y voz lenta, el orgulloso progenitor de la futura profesional evitaba tratar el tema con su socio de siempre, Ponce. Amigo y ex compañero del frigorífico, aquel fornido gallego algo mayor, de pocas palabras, era famoso por su rapidez con el cuchillo. Participó a caballo del banderazo que el 17 de octubre del 45 recorrió la Justa Lima organizado por Cipriano Reyes, quien lo ponía siempre como ejemplo de dignidad sindical. Ponce, peronista a ultranza, estaba juntado con una rubia socialista de Rosario, organizadora de comités en todos los barrios. Al borde de la madrugada, la pareja repartía fiambres en un carro y de paso entregaba panfletos de la Resistencia liderada por Willam Cook . Ya de vuelta, Ponce iba a El Porvenir y la rubia a enseñar matemáticas y castellano en las Sociedades de Fomento.
En el quiosco no faltaban clientes a cualquier hora pero especialmente cerca de las siete de la mañana, al mediodía y después de las cinco y media de la tarde, horas claves de la actividad escolar. Formando semicírculo alrededor del ventanuco rodeado de diarios prendidos con broches de ropa como cortinas de papel impreso, los vecinos con tiempo suficiente para perderlo se dedicaban a despotricar junto a Villanueva contra el tirano prófugo, ladrón y aprovechador de estudiantes secundarias. Cuando asomaba Ponce, todos los gorilas, uno más que el otro, pasaban a comentar los partidos de la liga. Como es lógico, la ronda vespertina se nutria de gente engrasada y manos lastimadas, entrerrianos pescadores, depostadores de dedos amputados, que charlaban animadamente con el gallego y ojeaban Democracia o Qué, el diarito donde escribía Jauretche, mientras Villanueva silbaba el Choclo y le daba a la contabilidad como si oyera llover.
Los pibes fuimos testigos del final que jamás imaginamos. Fue una tardecita helada y diáfana. Ponce había ido al baño del bar de enfrente y Villanueva atendió a un grupo que empezó a chucearlo con la marcha. Un pelado dijo que no tenía vergüenza en criticar al General cuando gracias a su gobierno la hija era médica. El quiosquero enrojeció, bramaba con medio cuerpo fuera del ventanuco agitando una foto autografiada del almirante Rojas. En eso salió el enano del cucú y los obreros empezaron a vivarlo con los brazos en alto: Perón, Perón, Perón. Villanueva cayó, doblado, como si el quiosco hubiera sacado la lengua para siempre. Ponce llegó justo. Los clientes se burlaban del socio muerto: Perón, Perón, Perón. El gallego los enfrentó, llorando como un chico les reprochó su ignorancia, la falta de respeto ante semejante desgracia. Vaya a saber qué mano extrajo un cuchillo y atravesó aquel cuerpo generoso. Una víbora de sangre fue corriendo por las baldosas vainilla hasta el cordón. Los de la barra, únicos testigos, hombro con hombro, vimos morir aquella tarde nuestra inocencia mientras una sirena empezó a oírse a lo lejos. El gnomo del cucú, igualito al general, escondido tras las puertitas, guardaba silencio.

Texto agregado el 11-12-2010, y leído por 109 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
20-04-2011 Buen texto. Situaciones, parabolas, personajes y esa percepción atemporal del relato me gusto. deojota51
 
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