Nunca he entendido por qué a los difuntos en su lecho de muerte les dedican un escalofriante minuto de silencio. Los ademanes de la concurrencia sólo confirman y aumentan mi duda, ni ellos mismos entienden el porqué de su silencio, pero lo guardan, sin embargo. En algunos de ellos, inclusive, se percibe risa en su semblante. No es que esté mal reír, no obstante, les apena su risa. Las flores, los rezos y la tristeza también forman parte del evento como una navidad acompañada de arboles, felicitaciones y nostalgia; o como un catorce de febrero custodiado por su respectiva tarjeta, un abrazo y un suvenir. Sólo son costumbres y ello conlleva la devaluación de ese sentir. Para que formar parte de algo cuando no se comparte la misma esencia. Una mueca de dolor fingido duele más que la ausencia de dolor y más aún, que una posible risa. Decir felicidades sin sentir una felicidad genuina es más triste que la tristeza misma y, un regalo… ese es la daga en el pecho. Sólo es la confirmación del cumplimiento de los parámetros establecidos, de los estándares. Sólo son pretextos pero… los pretextos, después de todo, no son tan malos siempre y cuando se comparta el sentir. Un obsequio se puede dar cada que el corazón sienta la necesidad de regalar, y qué mejor si ese regalo envuelve amor del bueno. Siendo así, tendré pretextos todos los días. No celebraré catorces de febrero, ni uno sólo, en mi calendario, el día del amor se festejará diario. Casarán las buenas intensiones mal ávidas y me obsequiaré una fiel y sincera sonrisa cada día de mi no cumpleaños. Sin embargo, como hoy, dos de diciembre, día en que la tierra a completado un ciclo más a partir de mi natalicio, la alegría no me ha envestido, y no me encuentro triste por ello, sólo me obsequiaré un minuto de silencio, a fin de cuentas, si alguien me lo va a regalar como quien hoy me expone sonrientemente ¡felicidades!… ¿para qué esperar hasta el día de mi muerte?