NUESTROS DISFRACES
(Sugonal)
Miraba fotografías antiguas que aún guardo y ocasionalmente repaso en mis horas libres.
Me encontré con algunas tomadas cerca de la costa este de los E.U.A. Estaba cursando el último año de mi carrera en la Universidad del Estado de Pennsylvania y la parte práctica en terreno incluía ocho semanas en agencias del gobierno, una de ellas ubicada en la ciudad de Asheville, Estado de Carolina del Norte, a los pies del llamado Blue Ridge en los montes Apalaches.
En una de las fotos que tomé en Asheville aparecía a quién llamaré Dudley Morgan con su esposa a quién llamaré Jennifer Logan. Ambos trabajaban para el gobierno en el mismo edificio, en asuntos científicos. Ella estaba a cargo de la Oficina de Becados Extranjeros que hacían su práctica final y a la cual habíamos llegado ese invierno un griego y un hindú, además de mi persona.
Dudley y Jennifer eran una pareja norteamericana típica. El, de unos 50 años, alto, pelo cano, de grandes ojos azules, siempre vestía impecable de sport y manejaba un Porsche que era su orgullo. Ella, de mediana estatura, pelo muy rubio, ojos claros, delgada, lucía a sus 45 años una atractiva figura.
Algo que ambos tenían en común y que trascendía a los que los conocimos, era su gran simpatía y sencillez. Educados, atentos, solícitos, livianos de carácter. Jennifer fue una instructora y guía excelente para los propósitos de nuestro entrenamiento en el terreno.
Para la Navidad de 1968 nuestro grupo fue invitado a cenar en su hogar. Aún recuerdo que ese día nos hicieron sentir como en familia, por lo menos así lo viví yo. Hacía frío esa noche y nevaba suavemente. Ardían leños en la chimenea de donde colgaban medias de color rojo típicas de la fecha con nuestros nombres y rellenas con presentes. Luego una espléndida cena. La velada terminó pasada la medianoche y nos fueron a dejar al Motel donde alojábamos no sin antes darnos un “tour” por la ciudad profusamente iluminada con diversos motivos navideños.
Creo que lo hicieron pensando que de ese modo no nos íbamos a sentir tan solos. Fue agradable y confortante compartir con ellos, recibir regalos y atenciones que no esperábamos, sentir aprecio y valorar su compañía en una fecha tan significativa. Esa noche quedó grabada en mi corazón y, hasta hoy, al mirar las fotografías los recuerdos desfilan por mi mente como una película difícil de olvidar.
Me hice muy amigo de Dudley y Jennifer. Quería conocer los lugares más atractivos de Asheville, y le pedí a Dudley, siempre que dispusiera de un fin de semana, que me llevara en su vehículo. Yo pagaría el combustible y la alimentación.
Me contestó que los fines de semana viajaba a Columbus, Ohio, donde tenía instalado un negocio hacía algún tiempo. Pero insistió en que en aquellos días que estaba ausente, yo me quedara con su Porsche ya que él viajaba a Ohio en avión y que Jennifer podría acompañarme y sirviéndome de “cicerone”.
No acepté quedarme con el vehículo pues tenía temor que me pasara algo. Era un automóvil muy caro y decidí que haría turismo por mi cuenta. Sin embargo insistió en que Jennifer estaba dispuesta a llevarme a conocer algunos lugares de interés. Me di cuenta de la sinceridad de su ofrecimiento y finalmente acepté.
Salíamos con Jennifer los fines de semana a varias partes cercanas. Ella manejaba un Pontiac recuerdo, y conocía muy bien su ciudad y alrededores. Recuerdo particularmente un Sábado mientras almorzábamos en un centro invernal en Monte Mitchel, algo así como Farellones en Chile. Ella estaba muy alegre y locuaz y disfrutábamos de un precioso día de sol, brillante y lleno de esquiadores.
Se me ocurrió preguntarle sobre el negocio que tenía Dudley en Ohio y pude notar, por primera vez, un cambio notorio en su actitud. Temeroso de haber preguntado algo fuera de lugar, me disculpé pensando que le había causado molestias.
Pero me detuvo diciéndome que me contaría algo muy delicado, muy íntimo que nadie más que ella conocía, y que sabía que yo jamás comentaría mientras estuviera en su país.
No había tal negocio. Dudley llevaba una doble vida.
Tenía otra familia en la cual habían nacido dos hijos ahora de 6 y 4 años. Me habló de los disfraces que utilizaba Dudley en el tiempo que estaba con ella en Asheville y el otro que usaba en Columbus los fines de semana.
Mientras ella hablaba con amargura, yo sentía que estaba viviendo momentos muy embarazosos ya que jamás esperé que me contara cosas íntimas, delicadas y de tanta trascendencia. Callé porque sentí que no tenía nada que decirle que pudiera servirle de consuelo. Ella lo sobrellevaba como mejor podía y su vida con Dudley no era la mejor del mundo. Pero resistía pues también tenían hijos que estaban recibiéndose de profesionales y un escándalo los afectaría profundamente.
Pienso, mientras miro su foto, que muchas veces en nuestras vidas millones de hombres y mujeres nos ponemos un disfraz, una careta, porque aparentemente nos sentimos más apreciados por las personas que nos rodean.
Queremos aparecer ante sus ojos como seres especiales, originales, diferentes, y este disfraz nos parece cómodo, fácil de llevar y muy adecuado para impresionar al resto del mundo.
Pero no es el problema más serio. A veces lo llevamos por tantos años que creemos firmemente que somos ese personaje que creamos en nuestras mentes para aparecer como seres inteligentes, brillantes, o quizá bondadosos, altruistas; espirituales, piadosos, rectos, justos, temerosos de Dios. O una persona fría y calculadora, siempre ganadora, sin importar las artes que emplee para ello.
En fin, disfraces hay de todo tipo y para todos los gustos, independiente de que los estemos usando para llegar a la cima del aprecio de los demás, o en la consideración de crearnos un prestigio de duro, inconmovible, difícil de convencer, o en la pena y simpatía que puede obtener una persona al disfrazarse como llena de problemas, aparentemente sin solución, más bien sufriendo y con escasos momentos de tranquilidad y gozo.
Necesitamos llegar a los demás. Deseamos, en lo más profundo de nuestras conciencias, que donde nos desempeñemos como entes de una sociedad, se nos preste atención, se nos aprecie, justamente por el uso que le estamos dando a nuestro disfraz, o bien basado en el respeto o temor que produce.
Una vez determinados a usar el disfraz elegido para nuestra conveniencia, comenzamos a vivir un cuadro carente de alma donde se nos prohibe apartarnos de determinada imagen. Nos hemos convertido en esclavos. Por nombrar algunos ejemplos, si se trata de impresionar como una persona llena de bondad, la imagen que se debe proyectar es la de sacrificarse por el resto del universo, desacreditando la necesidad que todos tenemos de exponer nuestras debilidades, y la necesidad de recibir, que sin duda también todos tenemos.
Si se trata de personificar a alguien de mucho éxito en la vida, las exigencias irán creciendo: jamás mostrar un signo de debilidad, el efecto que nos causa, los problemas, las penas y profunda tristeza que ellos nos producen, gritando a los cuatro vientos la obtención de los mejores logros, la imagen de una persona siempre ganadora, sin problemas ocasionados por los conflictos y contratiempos que siempre los hubo, hay y habrá en la vida cotidiana, y los momentos de pena y agobio.
Otro ejemplo podría estar en las personas que quieren proyectarse como entes etéreos, por sobre las cosas que dejan marcar indelebles en la vida, o de aquellos que quieren obtener la imagen y el prestigio de duros, inflexibles, negándose los momentos de debilidad, de esos que los hacen seres humanos como cualquier otro.
Caminar así por la vida, con el disfraz que se haya elegido, nos convierte en esclavos pues nos despoja de la propia definición de nuestro yo, y nos pone en una cárcel de la cual cuesta, es difícil, a veces imposible, salir. Nos hace renunciar a nuestra propia manera de sentir, reprimiendo deseos y anhelos. Nos hace sentir poco menos que máquinas sin la verdadera sabiduría que proporciona la vida con su miriada de factores y facetas.
Nos convierte en severos jueces de las demás personas, ya que si voluntariamente hemos renunciado al aceptar tal o cual disfraz no podemos visualizar nuestros propios defectos e imperfecciones, así tampoco podemos vivir soportando las imperfecciones de los demás.
Mis amigos Dudley y Jennifer, ambos fallecidos hace tiempo, usaron disfraces que los llevaron por la vida tal como lo usan millones de seres cada día.
Dudley usó quizá por cuanto tiempo dos disfraces, producto de su doble vida. Jennifer, un disfraz con el que ocultó su infelicidad desde el momento en que conoció la verdad.
Nuestro disfraz….buena pregunta. Si lo llevamos puesto y usted piensa que lo está usando exitosamente, no le quepa duda que, tarde o temprano, por esos cambios que tiene la vida, querrá despojarse de él y vivir una vida real y plena.
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