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I

El despertador emitió su particular chirrido como de costumbre a las siete y media de la mañana. Intentó apagarlo a torpes golpecitos. No había dormido del todo bien durante aquella noche. Los tristes recuerdos del día anterior habían secuestrado su sueño y sin poder dejar de pensar en la muerte de su amada, las lágrimas habían impedido que sus párpados se cerraran para poder descansar.
Se sentó por un momento al borde su catre. Miró con sumo detalle cada pared de su habitación como si buscara algo en aquella blanca pulcritud. Reflexionó un buen rato sobre el vacío que representaba su habitación, llegando, pocos minutos más tarde, a la conclusión que tal como su alma se había vaciado con la partida de su esposa, aquellas paredes pálidas transmitían una soledad inconmensurable y desesperada. Miró su reloj, advirtiendo que le quedaban pocos minutos para poder ducharse y salir a trabajar. Se incorporó con cierta rapidez rumbo al baño. Del mueble que se encontraba a un costado de la ducha escogió una toalla blanca y limpia que puso a calentar en la estufa por unos minitos, mientras iba en busca de la ropa de trabajo. Debido al frío del invierno, acostumbraba a llevar toda su ropa al baño y vestirse allí mismo. Una vez que la toalla se encontraba lo bastante cálida, la retiró del fuego y se metió a la ducha.
Por largos minutos dejó que el agua templara su rostro, mientras en su mente afloraban los recuerdos de su amada y las lágrimas se diluían sin oponer resistencia entre el agua caliente y la espuma jabonosa. Después de cinco minutos procedió a apagar la ducha. Tomó la toalla y se secó con desgano. Se colocó su camisa celeste y su pantalón negro. Salió del baño, y mientras caminaba hacia la cocina, sus manos, mecánicamente, realizaban el nudo de su corbata roja.
Al percatarse de la hora, apresuró su accionar. La torpeza de sus manos hizo que al querer llenar su bolso con algunos archivadores para el trabajo, uno de estos cayera al suelo. Él no era una persona obsesiva, pero cuando andaba con prisa le enervaba sobremanera el cometer alguna ineptitud que lo retrasara más de la cuenta. Recogió uno a uno los papeles desparramados por el suelo y procedió a colocarlos en completo desorden dentro del archivador. Todos eran documentos relacionados con su trabajo, menos el último que recogió. Un tanto sorprendido se percató de que el papel estaba completamente en blanco. A pesar de que era algo inusual, sin darle mayor importancia lo metió entre los demás papeles y raudamente bajó las escaleras con dirección a su trabajo. Ya en la calle el frío lo obligó a devolverse en busca de un abrigo. Subió rápidamente las escaleras. Abrió la puerta y, sacando el primer abrigo que encontró en su closet, se devolvió con la misma prisa.
Ya una vez en el trabajo, puso su nombre y firma en el libro de asistencia, y se dirigió desgarbado hacia su cubículo del tercer piso. Entró a la sala saludando tan sólo con la mirada y un pequeño gesto hacia arriba con su cabeza. Se dejó caer en la silla, y estuvo largo rato balanceándose, mientras contemplaba el techo. Llevaba así cerca de cinco minutos, cuando desde la entrada vio acercarse al jefe del departamento en el cual trabaja. Precipitándose hacia su escritorio, intentó disimular que trabajaba en su computador. – ¡No tienes para que mentirle a este viejo!- le dijo con una sonrisa. – ¡Bah, y tú que sabes, estoy trabajando hombre!- le respondió él, y como si ignorara su presencia continuó tecleando en su computador. –Te dije que no vinieras hoy, que debías descansar, nadie pierde a su esposa todos los días maldito trabajólico- le dijo el hombre. - ¿Y qué quieres? ¿Qué me quede en casa llorando como una magdalena?... no pues, ayer fue quince, hoy es diez y seis, necesito hacer cosas, mantener ocupada mi mente, si no, los recuerdos terminarán matándome- le respondió. El hombre, haciendo un gesto de desaprobación con su cabeza, se retiró balbuceando palabras que Manuel no alcanzó a percibir ni menos entender.
El día pasó fugazmente entre llenar formularios, preparar informes y contemplar de vez en cuando la ciudad a través de los grandes ventanales de la oficina. Eran las seis de la tarde, y a Manuel le agradaba asomarse por el ventanal cercano a su cubículo, para observar cómo la gente comenzaba a regresarse a sus casas después de sus agitadas jornadas de trabajo. En particular le gustaba mirar a un anciano que a eso de las seis con quince cerraba su local de antigüedades, y calmadamente se dirigía cada tarde a terminar el día dando de comer a las palomas en la plaza más cercana. Era inevitable para él verse reflejado en aquel anciano en un par de años más.
Miró su reloj de bolsillo. Faltaban quince minutos para las siete. Relajado entró al baño y refrescó su rostro con agua fría. Soltó un poco el nudo de su corbata y se dirigió a su computador a matar los últimos minutos de la jornada jugando solitario. Sin mantenerse ocupado, los recuerdos comenzaron a invadir su cabeza. La imagen de su mujer revoloteaba descontroladamente por los recovecos de su mente sin poder siquiera ordenarlos.
Se quedó pensando en ella cerca de diez minutos hasta que la voz de uno de sus compañeros de trabajo lo trajo de vuelta a la realidad. Un tanto aturdido respondió casi por instinto a lo que el hombre le conversaba. Éste último, viendo que no recibía atención, se despidió y se retiró.
Manuel vio que el reloj de su computador marcaba las siete y media, y ya era hora de irse a su casa. Tomó el abrigo de su silla, recogió del suelo su sombrero negro, y pasó a despedirse de su jefe que a esa hora aún continuaba trabajando en su oficina personal. Nos vemos mañana le dijo Manuel tocándose la punta de su sombrero. Tú no cambias huevón, le respondió él. Si quieres matarte trabajando ahí tú agregó.


II

Camino a casa sus pensamientos lo mantenían divagando meditativo por las calles. Pateaba con la punta de su zapato lo que encontrase en su camino: piedras, papeles, envoltorios.
El frío comenzaba a helar sus huesos y decidió ir por un café irlandés al local de siempre. En dicho lugar ya todos lo conocían, tanto a él como a sus historias, y lo de su luto había pasado a ser lo más comentado entre los clientes; muchos íntimos amigos de Manuel, pero también otros tantos que sólo hablaban para tener un tema de conversación para matar lo poco y nada de tarde laboral que les quedaba.
Se sentó en la mesita acostumbrada. Poca luz y tan sólo una silla. Sacó el diario que minutos antes había comprado y, señalando con su mano a la camarera, se dispuso a ordenar el irlandés de cada tarde. En estos momentos el diario era nada más que papel roñoso que pasaba frente a sus ojos sin sentido alguno. Un vómito de letras que no entendía ni pretendía comprender. Por lo mismo cuando ya había dado vuelta la quinta página lo cerró y se lo ofreció a un anciano que disfrutaba un cortado en la mesita adyacente, y que aceptó agradecido.
Esperó que le sirvieran su café, lo sorbió en tres grandes tragos y dejó el dinero en la mesa. Se dirigió al baño, mojó su cara y salió rumbo a su casa.
El frío aún lo sentía recalar por todo su cuerpo, así que se incorporó y apresuró el paso para llegar cuanto antes a su hogar.
Ya una vez en su departamento, se sentó en su sillón de cuero negro y estuvo por largo rato pensando en su mujer con sus ojos fijamente puestos en las fotos del matrimonio. La muerte había hecho su parte sin ningún tipo de aviso, ya que no había sido una enfermedad Terminal la que los había separado para siempre, sino un cruel y fortuito accidente automovilístico, tan imprevisible como maldito.
El reloj de pared anunciaba las nueve de la noche. Manuel se levantó de su sillón y, tomando su maletín, se dirigió a su habitación. El cansancio lo dejó caer en la cama casi sin oponer resistencia, mientras el portafolio cayó a unos pasos de él. Por segunda vez en el día ese papel completamente en blanco se asomaba con timidez por los bordes de una carpeta. Pero Manuel no se percató de este hecho hasta minutos más tarde cuando las ganas de orinar lo obligaron a levantarse de su aturdimiento momentáneo. Ni él sabía por qué le llamaba tanto la atención un simple papel en blanco entre tanto documento importante. Sin embargo, esta vez no vaciló y lo recogió del suelo. Tomó un lápiz grafito e impulsivamente comenzó a escribir lo poco y nada que había hecho aquel día. Escribió con sumo detalle cada uno de sus actos, pensamientos, reflexiones, recuerdos. En fin, todo lo que pasó por su mente aquel día. Ya una vez que terminó de escribir, tomó cinta adhesiva y pegó el papel en la muralla de su habitación, y sin cuestionarse mayormente aquel impulso, se durmió.


III

Al día siguiente se despertó y como todos los días repitió cada paso de su rutina laboral. Entró a la ducha, se vistió, desayunó unas tostadas con jamón y un café y partió rumbo a su oficina.
Su humor comenzaba poco a poco a mejorar, y las relaciones con sus colegas de trabajo empezaban a reactivarse. Todos en la oficina entendían perfectamente el dolor que Manuel portaba, y por lo mismo intentaban lidiar con sus constantes cambios de carácter. Para ellos era la única forma que tenían de ayudarlo dentro de lo posible e intentando no tratarlo como si estuviese enfermo. Él por su parte era conciente de sus permanentes cambios en sus estados de ánimo, sin embargo, se había propuesto expresamente comenzar a pensar menos en su difunta mujer y concentrarse más en su trabajo y en sus relaciones con sus amigos y compañeros.
Aquel segundo día desde la muerte de su esposa, todo había transcurrido con suma tranquilidad en su vida. Ningún problema laboral ni conflictos con sus colegas. Como había terminado antes de lo previsto con sus labores decidió pedir permiso a su jefe para retirarse antes y así poder ir a visitar a su hermano que vivía a pocos minutos del centro de la ciudad.
A llegar a casa de Hernán, ambos estuvieron conversando distendidamente sobre sus vidas. Manuel no ocultó sus penas y se desahogó largamente en los brazos de su hermano, mientras éste intentaba contenerlo aportando con escuetas reflexiones sobre la vida y la importancia de plantearnos la muerte de nuestros seres queridos de manera distinta a la acostumbrada.
A eso de la diez de la noche, Manuel decidió irse a casa. Se despidió de su hermano con un fuerte abrazo y le prometió que intentaría visitarlo con más frecuencia. Hernán por su parte le prometió irlo a visitar dentro de la semana siguiente para mostrarle algunos proyectos en los cuales se encontraba trabajando y que podían ser del interés de Manuel.
De vuelta en su casa, se quitó los zapatos y se fue inmediatamente a su habitación. Cogió el lápiz de su velador, y tomó una hoja en blanco que el día anterior había dejado a mano. Nuevamente escribió cada uno de los acontecimientos ocurridos durante el día. Sus conversaciones con sus colegas, los recuerdos de su mujer, las charlas con su hermano. Cuando ya hubo terminado, lo pegó al lado del otro papel y se durmió.
Así pasaron los días y las murallas se fueron llenando de papelitos, unos más extensos que otros, con breves resúmenes diarios sobre pensamientos, dibujos y recuerdos. Manuel, después de la muerte de su mujer había quedado en un completo desamparo y aquellos papeles lo único que lograban era tranquilizarlo un poco, haciéndole sentir que algo podía aún controlar, ya que muchas veces, cuando lo ocurrido en su día no le agradaba, lo borraba del papelito, dejando grandes espacios en blanco. Esto fue un secreto que empezó a guardar celosamente en las cuatro paredes de su habitación, ya que cuando alguien visitaba su casa tenía estrictamente prohibido pasar a su dormitorio. El miedo de ser tratado como un loco lo instaba a esconderse más y más en su habitación hasta llegar un punto donde dejó de concurrir al trabajo dedicado especialmente a ordenar cuidadosamente sus papeles de forma cronológica. En muchos de estos papelitos los borrones eran reemplazados por imaginarios encuentros con su mujer que Manuel pensaba haber vivido realmente.
Pero sucedió un día que al salir de su casa un cigarrillo mal apagado provocó un incendio de grandes proporciones, quemando por completo toda su habitación llevándose a su paso la inmensa cantidad de papelitos con la historia de Manuel.
Manuel se enteró de lo sucedido ya cuando volvía de su trabajo. Al percatarse del incendio lo único que se le atravesó por su mente, más que todo el daño material, fueron los centenares de papelitos incinerados por el siniestro. Toda esa breve obra de arte que contaba cronológicamente su vida, tanto real como imaginaria, desde la muerte de su mujer yacía entre el humo y el fuego ardiente. Las lágrimas, al contemplar dicho escenario, caían descontroladamente por sus mejillas. Por largo rato nada más pensó en sus papelitos, ahora esfumados, hasta que la mano en su hombro de su hermano lo trajo de vuelta a la realidad. Hernán tan sólo se limitó a abrazarlo fuertemente, sin siquiera imaginar el real motivo de aquella tristeza. Lo llevó a su casa, donde le dio alojamiento por el tiempo necesario para encontrar un nuevo hogar.
Sin embargo, un día Manuel se levantó a medianoche exaltado por un sueño con su mujer. Soñó con su funeral y con el accidente. Se vistió y sigilosamente salió rumbo a su antigua casa. Aún no la habían demolido y la mayor parte de la estructura permanecía en pie. Caminó entre los escombros hasta su habitación y sacó de su bolsillo un papel blanco. Tomó una pluma y con tinta negra escribió: “hoy, quince de mayo murió mi mujer”. Guardó su pluma y pegó el papelito en lo que alguna vez fue la pared de su dormitorio, que hoy se mantenía incólume entre la espesa negrura del lugar. Suspiró mirando el cielo nublado, y con paso calmo regresó a casa de su hermano.


Texto agregado el 07-12-2010, y leído por 179 visitantes. (0 votos)


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