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Estaba sentado en el avión cuando el piloto nos anunció que debíamos aterrizar en Perú para hacer tiempo por la gran tormenta que se acercaba. Mi reloj marcaba las cinco, pero no había oscurecido. Pasó a mi lado la azafata y le pregunté la hora, eran las 12 del medio día. Me sentía desorientado, estaba convencido de que el viaje no podía haber durado más de dos horas; y si habíamos salido a las tres no entendía por qué eran las doce. En ese momento no me extrañó, lo único que ocupaba mi cabeza eran todos aquellos insólitos rostros morenos, con grandes ojos negros y miradas fuertes e intimidadoras. Revoloteaban a mi alrededor varias personas despidiendo olores nauseabundos y sonidos totalmente extraños a mi entender. Pero todo lo sentía de manera lejana; como sensaciones que no terminan de suceder.
No entendía lo que estaba ocurriendo ya que el idioma me resultada totalmente incomprensible. Sólo me dediqué a seguir a la muchedumbre que bajaba del avión en busca de sus maletas. Salí del aeropuerto, estaba en Cuzco, una ciudad colorida, alegre y muy ruidosa. Me senté en un bar a tomar un café y de paso llené mi estómago. Hasta ese momento no sentía ninguna sensación extraña.
Me levanté y paré un auto colorado que asumí, debía ser un taxi. El conductor era un hombre robusto y moreno como los demás, hasta ahora nada fuera de lo normal. Intenté indicarle que me llevará a un hotel, pero finalmente me bajé del taxi y decidí buscarlo por mi cuenta porque era imposible comunicarnos.
Caminé unas cuadras, en una esquina el semáforo en rojo… un sol que enceguecía, cerré los ojos un momento, cuando los abrí ya no estaba la calle, ni el semáforo… solo una carretera de tierra con un majestuoso bosque a sus costados y a unos pocos metros un cartel que decía “Machu Pichu”. Miré al cielo y el sol ya no estaba en él medio, ya no eran las doce. Había oscurecido; una noche negra, profunda como la boca de un gran lobo a la espera de que entre la presa. La noche me esperaba para que reaccione y busque al menos un lugar de alojamiento.
El miedo invadió mi cuerpo, pero un hombre maduro como yo no podía tener miedo. Era solo una selva abultada de árboles crujientes y pájaros chillones pero que puedo asegurar que aquellos sonidos penetraban como espadas. Debía mantener la calma. Tomé coraje, me adentré de lleno en el bosque y comencé a caminar.
Marché un largo rato hasta encontrar una pequeña casa de lugareños que estaban despertando con aquél estruendoso gallo y los primeros rayos de sol del amanecer. Otra vez esa sensación de que todo ocurría muy rápido… creo que con sólo ver mi facha desalineada pero que aún delataba mi extrañeza con el lugar; la amable familia peruana comprendió que necesitaba ayuda.
Me ofrecieron comida y abrigo; y luego de tomar una sopa me recosté en unas mantas que simulaban ser una cama. En realidad no recordaba si efectivamente había tomado la sopa porque las imágenes eran confusas pero era inconfundible la sensación de calor y satisfacción en mi estómago que evidenciaba que había ingerido una infusión caliente. Me dormí, pero no sin antes intentar recordar por qué estaba allí, sin lograr ningún resultado. También pasaron algunas imágenes vagas del rostro pálido y redondo de mi mujer, que se entremezclaron sin que pueda explicar por qué con las de la azafata.
Dormí tres días seguidos…. Porque por lo que pude calcular y gracias al calendario de mi celular era imposible que hubiesen pasado cinco días y no lo hubiese notado. Así que sí, había dormido tres días; debía ser el cansancio y estrés del viaje. Pero internamente sabía que tres días era mucho tiempo de sueño.
Me levanté, fui al baño y ahí la sorpresa; mi cabeza estaba repleta de canas. En mis párpados unas bolsas inmensas y debajo de una barba blanca abultada se habían formado surcos profundos en mi rostro. Perecía que estaba viendo el rostro de un hombre 15 años mayor que yo.
Corrí espantado hacia la puerta, salí de la choza y ahí lo vi; estaban frente a mi: esas grandes murallas de piedra que se mimetizaban con el verde vivo de los montes. Caminé unos pasos como hipnotizado por aquél impetuoso paisaje. Corrió una brisa sobre mi rostro, volteé y la choza ya no estaba más en su lugar.
Sin pensarlo seguí caminando; con la mirada perdida en aquel horizonte majestuoso, sin expresar preocupación por el extraño episodio con la choza porque justo cuando me disponía a ponerle atención pasó una sombra frente a mí. La seguí con la mirada, era mi mujer, o la azafata, o una mezcla de ambas. Corrí a su alcance, desesperado hasta agotar mis fuerzas pero sin lograr alcanzar aquella imagen fogosa y viva que se había entrometido en mi camino. Me desplomé en un claro de gramilla dorada al pie de una de aquellas montañas de piedra que rodeaban el lugar.


Cuando comenzaba a dormirme sentí una sensación de asfixia. Una serpiente verde me rodeaba el cuello. Me miraba fijamente con sus ojos amarillos cristalinos. Con su pequeña lengua roja entre sus colmillos meneaba su cabeza puntiaguda de una lado a otro como negando algo. Sentía como de a poco iba perdiendo el aire y justo en el momento en que no aguantaba más la presión en mi cuello dijo con un tono fúnebre: “El sacrificio de tus antepasados los incas, permitió que aún vivan los humanos en el universo. A partir de hoy no habrá más tiempo para ti. Te hemos elegido para que trasmitas este mensaje, luego entenderás…”
Ya no podía mover mis músculos, la sangre no corría hacia mis extremidades, me sentía morir. Y justo antes de que me desmaye la serpiente añadió “sólo el arte inmortalizará el valor de la vida”.
No aguantaba más, desesperado y con mis últimas fuerzas estiré mi mano tratando de alcanzar su escamoso cuerpo que continuaba enredado en mi cuello; pero sólo logré tomar la punta de mi corbata roja…. Mire a mi alrededor y de repente la azafata agachada frente a mi, anunciando nuestro arribo a París.

Texto agregado el 07-12-2010, y leído por 136 visitantes. (0 votos)


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