Una mañana se dio cuenta Conde que su mirada se enturbiaba
y que uno de sus ojos se negaba a registrar las imágenes por lo que
se conformó con ver lo poco que había que ver como lo haría
un cruel bucanero al cual le han volado un ojo de una puñalada.
Más tarde comenzó a cojear y uno de sus brazos colgaba como
un trapo empapado en la insidia de una repentina invalidez y
el hombre debió conformarse con arrastrar sus pasos y sujetar
su honor que goteaba impune en el tiesto que sujetaba sólo
con una de sus manos, hasta que esta se agarrotó y ya no pudo asir
ni siquiera su íntimo despojo que mustio y vertical como los punteros
de las seis y media colgaba desde su entrepierna enflaquecida.
Luego el otro ojo se batió en retirada y a punta de bastonazos
Conde se abría paso en los mares poco venturosos de su vida,
cojeando y tartamudeando puesto que su lengua se le enredaba
en sus roídos dientes que uncían sus negras caries que ya no mordían
y si mucho lastimaban en su constante martilleo doloroso y el hombre
abatido por la victoria de las siete plagas de Egipto ensañándose
en su cuerpo escuálido de montepiado en la mira de los buitres
un día ya no pudo levantarse y desde su lecho, miraba con sus ojos secos
las imágenes que se deslizaban en su mente aún en servicio hasta que
el cruel pasaporte a la locura golpeó a su puerta y ese mísero bastión
se doblegó sin oponer resistencia y entregó sus legajos amarillentos
fruto de una existencia que sólo fue digna cuando los sentidos y su cuerpo
respondieron a los estímulos incesantes que fueron fuego fatuo, luz de un día
en seculares ámbitos de oscuridad y decadencia, noche eterna que hoy
asola al pobre inválido que sueña con ser un volantín para elevarse
por los cielos irresponsablemente libres de una efímera eternidad…