Sucedió cuando los almendros tiran las hojas. El sábado al pasar por la vieja escuela, el taller de cocina estaba abierto. la vi a través del cristal. la semana anterior la había buscado sin exito. Y ahora la miraba de espaldas. Respiré profundo. Me acerqué y tuve temor de tocarla o … hablarle. Cuando el momento se hizo tenso, escuché su voz: — ¿Cómo estas? Respiré entrecortado y balbuceé: —Estoy bien, ¿y tú? —Aquí, haciendo una tarea. —Pero es sábado. —Le prometí a la maestra que vendría. Tenía la boca seca y el sudor cegándome. Cinco días traté de verla y ahora estaba frente a ella, no sabía que decir y me sentí tan torpe que lo mejor sería retirarme. — ¿Por qué no me ayudas? —me dijo cuando estaba a punto de huir. —Sí —le dije con rapidez. — ¿Qué tengo que hacer? Cuando le contesté, tomé conciencia de la situación. Ella estaba en el taller de cocina y recién había sacado del horno tres piezas redondas de pan y se aprestaba a decorarlos; en ese instante se disponía a hacer el merengue. — ¿Me acercas el azúcar que está en aquella esquina? fui a traérsela pero, a mitad del camino, con una voz cantada me detuvo. — No puedes entrar así, necesitas un gorro; están de este lado, póntelo. Dudé. ¡Bonito me vería con una cofia de cocinero! sería el hasmereir del grupo, si me viese alguno de ellos. —Ándale, no seas malito, son cosas de la cocina, ¿verdad que me vas a ayudar? Pero si no quieres… — me dijo quedo, pues se había dado cuenta de mi turbación. Sin pensarlo, tomé uno de color azul cielo, lo amarré a la nuca y fui por el azúcar. — Un poquito más —batía. —Tráeme el color, ¿éste te gusta? o ¿aquél? Ahora dame el pan, sujétalo aquí, dame el cuchillo; mira, de aquel lado donde están las duyas y las cucharas. Me olvidé de quien pudiera verme y sólo estuve pendiente de las órdenes de ella. Cada vez que su mano rozaba mi piel, aparecía el atolondramiento y el aire se me iba. No pude contenerme y en un alarde de valor, con palabras cuatropeadas por la asfixia me animé: — ¿Quieres ser mi novia? Me miró, alzó su ceja morocha y continuó decorando el pastel, dándole las pinceladas con las que imprimiría su estilo. La duya iba de un lado a otro, subió a un banquito, y remató su decoración sobre la cima de la torta. Yo trataba de encontrar una respuesta en su cara. — En el pastel te contesto –me dijo muy seria al quitarse el gorro. Mis ojos ávidos buscaban, iban del pan dulce a su mirada y torpes la interrogaban. —Súbete al banco —me dijo, riendo. Arriba, con letras azules que destacaban sobre el fondo blanco, estaba escrita la palabra SÍ. Afuera, los remolinos seguían jugando con las hojas ocres del almendro y yo salía de la mano con mi corazón; platicaríamos toda la noche.
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