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Tal como lo anunciaron los últimos profetas, la primera señal del fin del mundo se dejaba ver en el cielo. Una tras otra se fueron apagando las estrellas.
Era una noche sin luna y una atmósfera transparente dejaba ver la dramática belleza del increíble espectáculo.
Si la desaparición de las estrellas era un evento atemorizador, lo era aun más pensar lo que los últimos profetas habían vaticinado: que tras cada señal un pueblo entero moriría al instante.
Nadie les creyó cuando lo pregonaron, por supuesto. Pero a fuerza de repetirlo y repetirlo, a fuerza de no desistir en su parloteo constante en plazas, atrios y parques, lograron que su predicción fuera conocida por todos.
Las estrellas se iban apagando una a una. No podía haber engaño. Todos lo veían con sus propios ojos y si se estaba cumpliendo algo tan exótico y extraordinario, no quedaba más remedio que entregarse a la desesperación y rogar que el pueblo aniquilado no fuera el propio.
A medida que el cielo se iba quedando sin estrellas, las que aun brillaban lo hacían con su elegante magnificencia de siempre, como si no estuvieran a punto de desaparecer.
Una calamidad tan enorme, por más bella que fuera, desató un estado de pánico incontrolable. Nadie sabía si moriría tan pronto ese último brillo se disipara y ya nadie dudó de que el exterminio de un pueblo entero se llevaría a cabo.
La predicción de los últimos profetas resultó, en efecto, ser de una precisión espantosa.
Y en el preciso instante en que a última estrella cesó de brillar, en ese mismo instante pavoroso y único, murieron todos los poetas.
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Texto agregado el 02-12-2010, y leído por 277
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