“Nunca querré a nadie mas, y vos lo sabes bien”, dijo despacito mientras acariciaba suavemente el brazo femenino desde el hombro a la mano en un movimiento pendular, jugueteando con la alianza de oro y brillantes.
“Para siempre es para siempre, mi amor”, le susurro en el mismo tono mientras besando la cabeza apoyada en su hombro apretaba la cintura pequeña y sensual, atrayendo para si el cuerpo deseado.
“Nuestro amor es eterno”, confesó, y mantuvo unos minutos la mirada perdida en el horizonte, por sobre la cabeza de largos cabellos rubios, viendo la inmensa luna en el cielo despejado y como su luz plateada se reflejaba en el mar calmo. A esa hora de la madrugada no había nadie en las cercanías y eso daba una especial intimidad al momento.
“Ya es hora, mi amor”, dijo por fin con un suspiro, y agachándose ordenó las piedras en el gran saco de lona gruesa donde estaban las piernas. Con gran paciencia y dulzura puso dentro el cuerpo, los brazos y la cabeza, lo cerró fuertemente empujándolo sobre el borde del muelle, luego de una brevísima espera, sintió el ruido del bulto al caer al mar y hundirse.
“No estarás sola, mi vida, tu amante te espera en el fondo desde ayer”, anunció en el mismo tono y comenzó a caminar hacia el auto. “Va a ser una madrugada fría”, pensó.
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