Tercera Parte.
Don Luis regres a América, en busca de su amada Jimena, luego que su hijo le ha sido entregado en Sevilla.
El niño fue dejado al cuidado de su abuela, la madre de Don Luis, quien lo acogiera con el cariño y amor de una gran Señora.
Los navíos bajan por el Guadalquivir, abandonan el litoral peninsular y empiezan su singladura por el Mar de las Yeguas hasta las Canarias y, de allí, bien cargadas, se adentran en el Mar de las Damas. Después de casi dos meses, llegan a Dominica y de allí parten para Veracruz, en México. En ruta, la nave de Don Luis se desprende de la Flota de la Nueva España y se dirige hacia Honduras, ya en el Centro de América.
Por montañas y selvas tropicales, la comitiva formada por comerciantes, indios y soldados, llegan a Guatemala. Los inmensos y espectaculares
volcanes del centro del país indican la cercanía de Santiago de los caballeros de Guatemala, Capital General del Istmo y dependiente del Virreinato de México.
Don Luis, en su cabalgadura, entra a la ciudad de noche, por la calle de Los Gavilanes, al occidente de la ciudad. Se había alejado de la caravana junto con tres indígenas que conociese en el trayecto, y dos soldados que se pusieron a sus órdenes inmediatamente que él solicitara “algunos amigos” para solucionar “ciertos problemas particulares”. Los dos soldados eran insulares, un tal Miguel López quien se hacía llamar “Lobo” y otro Rafael Alarcón, quien alardeaba que no creía ni el brillo del oro de las Indias.
Recorren las calles empedradas, haciendo el menos ruido posible con sus cascos, y embozados en sendas capas y con los sombreros inclinados hacia delante, de tal forma que ocultaban sus ojos.
En la mente de Don Luis estaban únicamente tres cosas: Su hijo, ahora en España, Jimena y su plan...
A lado y lado contemplaba los altos muros de la casa y adivinaba ya, a pocos metros, el Convento de Las Milagrosas, donde Jimena lloraba su encierro y su pecado, rezando todo el día y sufriendo de amores lejanos por las noches. ¡Ignoraba Jimena que, esa noche, su amante paseaba su montura justo al lado del muro de las fugas!. Mientras el Hermano Pedro, encorvado, repetía su oración a cada hora:
“Acordaos hermanos
que un alma tenemos,
y si la perdemos
no la recobramos”.
Corría el mes de junio. La temperatura era agradable. La altura de la ciudad y los vientos provenientes de los grandes volcanes, hacían fresco el ambiente y propicio para el paseo.
El grupo se alojó en las afueras. En casa de un amigo de Don Luis, llamado Rodrigo, bachiller y Cirujano, quien visitaba conventos y hospitales curando religiosas y enfermos. Con el tiempo demostraría ser buena pieza de apoyo para el plan de rescate.
“-¡Don Luis, bien venido seáis a vuestra casa!”- Y sellaron la bienvenida con un abrazo.
“-!Pardiez que habéis engordado un poco, Maese Rodrigo!”- Comentó Don Luis con sarcasmo.
Soldados e indígenas fueron alojados en sendas habitaciones, mientras que los amigos apuraban unos cuantos tarros de vino.
Don Luis fue rápidamente puesto al tanto de los aconteceres citadinos, de los movimientos que el Adelantado hiciera para beneficio propio, y de la muerte del Capitán General al intentar subir por la ladera del volcán de Agua y ser atacado por un jaguar.
Había visto, en una ocasión, a la hermana Jimena, quien se encontraba cada vez más triste y desgraciada.
Precisamente había sido Don Rodrigo el que había sacado al niño del otro Convento, y so pretexto de que el niño moriría de fiebres, lo había escamoteado y hecho llegar a su padre, hasta Sevilla.
Entre copa y copa, Don Luis y Don Rodrigo fueron dándole solidez al plan que el primero había empezado a madurar durante su largo viaje de regreso.
El domingo siguiente, 25 de julio, se celebraba la festividad del Patrón de la Ciudad y de España, Santiago Apóstol. Era el único día del año en el cual todas las órdenes religiosas se reunían en la Catedral para entonar, en conjunto, cánticos de alabanzas al santo y, a su vez, cruzarse palabras entre unos y otros durante el desayuno comunal, que se organizaba alrededor de la gran fuente central del patio de la iglesia. Invitadas estaban las autoridades Civiles y Militares al acto de la misa, no así a la refacción matutina. Los conventos quedaban vacíos, cuidados únicamente por las hermanas porteras las de las monjas y por los hermanos legos los de los
religiosos.
Ese domingo amaneció lloviendo a cántaros. El volcán estaba cubierto por una densas nubes. El río Pensamiento, hilo de plata en la época seca, se convertía en un impresionante caudal en el tiempo de lluvias; y era precisamente julio, uno de los meses más lluviosos del año.
Desfilaban en la iglesia las monjas por el lado derecho y los monjes por el izquierdo mientras entonaban cánticos gregorianos.
Sor Jimena, delgada y pálida era la quinta del grupo de las milagrosas. Al dar la vuelta por la nave lateral, donde estaba la imagen de Santiago custodiada por dos guardias, cada religiosa se arrodilla y pasa por la parte de atrás del santo a tocarle la espalda. Vieja tradición que se hacía imitando, en parte, a lo hecho en Compostela.
La hermana sube las escaleras y una mano, la de uno de los guardias, le desliza un pequeño trozo de pergamino y le susurra al oído, disimulado por los cánticos:
-Es de Don Luis, leedla tan pronto podáis-.Y se separa tan rápidamente, que nadie se da cuenta de la maniobra.
Jimena siente que se desmaya. A pasar detrás del santo se recuesta sobre el mismo, y por poco lo hace rodar hacia delante. Saca fuerzas del corazón y aprieta con fuerza el recado, bajando a duras penas las escaleras opuestas.
Guarda dentro de su hábito el mensaje.
“Esta noche, después del paso del sereno, a las 11, escalaré como antes y os veré en vuestra celda. Mi corazón os pertenece, igual que mi persona completa. Tengo al niño.”
No había llegado la media noche cuando a los muros del convento se aproximaron cuatro cabalgaduras, en avanzadilla y para ver si el campo estaba libre se acercaron los fieles amigos de Don Luis, Miguelito “ el
lobo” y Falete “ el desconfiao” (llamado así porque no se creía nada ), un silbido hizo que Don Luis y Don Rodrigo hicieran la misma maniobra. Don Luis escaló sin dificultad, no había perdido la costumbre en su regreso a la patria, antes de llegar a la celda hubo de soltar algún doblón que otro, pues es sabido que las monjas además de amar a Dios también aman los asuntos mundanos...
Don Luis empujó la puerta de la celda que no estaba trabada, Jimena quedó petrificada al ver su imagen.
“- Jimena, he vuelto, aquí me hallo para llevarte conmigo, este tiempo sin verte ha sido una condena para mi.-”
“- No me engañeis, llegaron a mis oídos aventuras amorosas de vuestra persona, se que habéis desflorado a media Europa y ahora os presentáis para continuar con el engaño...-”
“ -Os juro por el fruto de nuestro amor que solo me dediqué a matar herejes en nombre de su Majestad, ¿ Qué flor iba a buscar después de haber conocido a la más bella flor de las américas?, aquí me arrodillo para exigiros que me acompañéis a Sevilla para unirnos al pequeño Luisito.”
Cuando ambos se acercaban al muro para iniciar la escapada, la madre superiora les cortó el camino.
“ ¡Maldito truhán!, ¿Dónde crees que vas?, ¿Cómo se puede ser tan bellaco y ruin?, ¡De aquí no sale nadie si no es encadenado o con las botas por delante!.”
“ ¡Vieja , apártate u os juro que mi daga que sirvió para hacer
pinchos morunos servirá ahora para destripar cerdas!, ¡ Apártate, que nuestro Señor me dará las gracias por mandaros al infierno !
La vieja que amaba respirar como a nada en este mundo, dejó el paso libre y a los pocos minutos los cuatro caballos salieron al galope con cinco jinetes.
Después de recorrer las oscuras y estrechas callejuelas, se abocaron a la casa de Don Rodrigo, donde los tres indígenas que viniesen con Don Luis, recogieron a Jimena y, sin tardanza y aún con hábito, la montan en una calesa y la llevan a Patzún, a escasas dos legual del lugar, el poblado indígena de donde era originaria la madre de la bella mestiza.
Dos meses después...
Gran revuelo se formó en la ciudad cuando se supo del rapto de una monja por cuatro tunantes, los cuales no fueron descubiertos.
Las influencias de don Luis y su familia en la Corona eran grandes. El asunto diluyose ante la presencia de una gran temporada de lluvias, donde amenazó con desbordarse el inmenso cráter del volcán. Al menor terremoto, sin duda la capital sucumbiría.
Los amantes se veían en las inmediaciones del poblado y esperaban a organizar su partida, hacia Sevilla, a bordo de las naos que retornarían por la misma ruta por las que llegaron, esta vez cargadas de especias tropicales y... oro y plata.
Don Luis, perro viejo, se daba la maña también para, a hurtadillas, colarse de nuevo en el convento y aleccionar a la Madre Superiora sobre el libro del momento: El Decamerón. Vive Dios que la referida monja se hizo adicta a tal publicación y a las artes sexuales del Capitán, el cual ingería, para mantener su viridad completa, grandes cantidades de Uña de Gato, recolectada en las selvas cercanas y preparadas con maestría por los indígenas locales bajo la dirección de Don Rodrigo.
A punto de marchar, llega a la muy Noble y Leal Ciudad de Santiago de Guatemala, una ordenaza Real, nombrando a Don Luis Barrasús y Trafalgar Adelantado de la capitanía General del Centro de América. Se le perdonaba el rapto y las andanzas conventuales.
En la iglesia del Convento, ante la tosca mirada de la Madre Superiora, Don Luis y Jimena unieron sus vidas bajo la bendición del Obispo Don Rubén García y García, recién llegado de México. Concelebró la ceremonia el prelado Máximo Chaparral y Paraná quien siempre se hacía acompañar por un intrigante personaje mudo...
El niño Luisito se les uniría en breve.
Nadie notó cuando la vengativa Madre Superiora entregaba una notita a Don Rodrigo junto con estas palabras: -Decidle a vuestro amigo que la venganza con fe es doble. Y desapareció.
El papelito leía: (Esa ya es otra historia).
FIN
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