En la calle donde crecí, vive la nostalgia. Todas las tardes, cuando salgo de la oficina, paso a dejar el fastidio entre las callejuelas y me quedo a ver a los chicos que entre las casas, esquivando perros sin dueño, autos estacionados y postes de luz, patean una pelota con desdén, con energía, pero sin la mínima idea de cómo hacerlo.
Esta tarde encendí un cigarrillo, dispuesto a caminar por la calle un rato antes de tomar el camión camino a casa, al principio creí que la flama del encendedor me había creado un espejismo, aspiré lentamente la bocanada de ese humo blanquecino y fijé la mirada al fondo de la calle. Dando tumbos venía la Pelucas. Inmediatamente se detuvo el juego en la cancha, como en aquel tiempo cuando la vida era una gran sonrisa y a nuestros doce o catorce abriles nos codeábamos cuchicheando sobre las generosas carnes que hace veinte años jugueteaban bajo la minúscula falda que la puta más buena del barrio vestía para salir a conquistar los billetes ebrios de la medianoche.
Nunca supimos su nombre, le decíamos la Pelucas porque siempre salía de su casa maquillada, perfumada, con unos zapatos altos de tacón de aguja, revisaba su bolso y se ponía sobre el cabello una peluca distinta. Debo reconocer que entonces cada uno tenía su favorita, la mía era una con unos bucles rojizos fabulosos. Pocas cosas disfrutaba tanto entonces como imaginar que salía de su edificio con esa peluca y mirándome a los ojos se acercaba tan despacio cómo sólo en la imaginación de un púbero es posible…
Una tarde, cuando Álvaro nos avisó con un silbido agudo pero bajito que era momento de mirarla pasar, nos empujábamos unos a otros para acercarnos a ella, como un juego involuntario, empujábamos a otro para que tomara el lugar que todos deseábamos ocupar. Al fin fue mi turno al frente y aprovechando el impulso que llevaba, no pude evitar uno que otro paso extra.
Cerré los ojos esperando el chingadazo más iracundo que haya recibido jamás; sin embargo dejé que mi mano se acercara hasta tocar suavemente sus frondosas nalgas. Ante la mirada atónita de mis amigos sólo sentí una mano ligera sobre mi cabello y casi lejana pude escuchar su voz diciendo entre risas: “Pinche chamaquito, hasta ternura me das, chingá…” luego sus pasos resonaron con el eco de la angosta callejuela y se perdió entre el humo de su largo cigarrillo.
Al verla emerger de la misma puerta gris, cochambrosa de tantos años acumulados, acomodarse una peluca desgreñada que quería acaso arremedar a la de los bucles rojizos y encender su cigarrillo largo con el estilo tan particular que tienen las putas al encender los cigarros sosteniéndolos entre sus larguísimas uñas, no pude creerlo. Los chicos del barrio ya no se empujaban para acercarse a sus carnes; supongo que los mejores años pasaron entre excesos y ahora la vejez se confunde con la orfandad de los hijos que prefirió nunca tener, decían los mayores, quedito, pretendiendo que nadie se enteraría de sus murmuraciones que varias veces fue con doña Lucha para que la ayudara a abortar. Nunca supe si eso era verdad, aunque no lo dudo.
Mientras caminaba entre las burlas de los chicos, uno de ellos pateó la pelota con desdén, con energía, pero sin la mínima idea de cómo hacerlo, a pesar de ello estuvo cerca de pegarle ante el festejo de todos sus amigos. Entonces ella me miró con la profunda tristeza que los años se habían encargado de poner bajo sus párpados excesivamente pintados de azul y tambaleándose avanzó despacio, sin dejar de mirarme y con una voz aguardentosa y un aliento de bucanero me dijo bajito: “¿Pero por qué tan solito? Si quieres podemos pasar a mi departamento, está un poco desordenado, pero la cama es muy confortable…” No pude resistir la tentación y le respondí. “Ay, pinche vieja, hasta ternura me das, chingá…” de un pisotón apagué mi cigarrillo en el pavimento y eché a andar con las manos en los bolsillos, por aquellas calles angostas y oscuras que siempre retienen los pasos en su eco haciendo más graves las despedidas… |