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Erasmo tenía la costumbre perversa de matar hormigas mediante distintos métodos; agua caliente, fósforos encendidos, petardos, y pequeños terremotos que él mismo provocaba con sus pies sobre el hormiguero. Ellas huían despavoridas, rompiendo la armoniosa fila de vida y trabajo que continuamente ejecutaban. Luego de un corto rato, volvían a tomar posición del lugar, continuaban afanando y realizando su propósito final: sobrevivir y perpetuar su especie, sembrando sus genes en las generaciones posteriores. Erasmo muchas veces utilizó una lupa, para aumentar la luz solar y quemar sus organismos de queratina, duros y resistentes ante el embate de los animales irracionales, pero frágiles y débiles ante la maldad e inteligencia humanas. —Mueran hormigas culiás, soy el gigante de los temblores —reía y su mente de niño le decía que tenía un pequeño poder para destruir, permitir y perdonar la vida de estos insectos. En la clase de religión escuchaba atentamente cómo Dios, el dios de todos los hombres daba vida y también la quitaba, y castigaba finalmente a quienes no creyeran o no le temieran. Y rezaba, tal cómo le había enseñado su abuela, para no ser fustigado. Los domingos, luego de peinarse muy bien y ponerse su mejor ropa, era llevado a la misa, en la que escuchaba que la ira de Dios caería algún día sobre todos los no creyentes, con una lluvia de fuego, jinetes apocalípticos y batallas finales entre las tropas del bien y el mal. Al regresar a su casa, corría asustado aún al jardín, y destruía nuevamente los refugios de los insectos que lograba detectar sobre las hojas y el pasto reseco. Colocaba cuatro caballitos de plástico, dibujaba un círculo con el dedo en el suelo, reunía bicharracos, coleópteros, larvas y gorgojos, aparte de sus torturadas preferidas y procedía al recrear la historia bíblica; muerte, hambre, destrucción y todos los males posibles con que Dios pretende castigar a muchos y perdonar a pocos, a su creación, a sus hijos predilectos. —Mueran pecadores, mueran todos, no los perdono —y continuaba segando vidas con su pequeño apocalipsis. Los pocos insectos sobrevivientes huían por los agujeros que su paciencia animal había cavado cómo hogar y refugio seguros.
—¿Mamá, las hormigas y los gusanos tienen Dios? —su madre lo miraba dulce y extrañamente. —No hijo, los animales no tienen Dios —Erasmo miraba las hormigas muertas y pensaba que si creyeran y tuvieran fe, tal vez estarían vivas y felices en sus hormigueros, desfilando continuamente, cómo un ejército orgulloso y útil. Cada semana en la misa, pensaba en las hormigas que no tenían Dios. Sonrió al pensar que sí tendrían uno; él mismo. Les crearía un nuevo mundo en el jardín, si lo obedecían, serían recompensadas con la vida y la tranquilidad, si no lo obedecían, morirían por fuego, terremotos e inundaciones. Cada tarde, Erasmo hacía despliegue de su enorme poder: las empujaba por senderillos hechos por él, y las obligaba a subir por ahí, cómo esclavos hebreos en el Egipto faraónico. Las obedientes vivían, las que se desviaban del sendero eran aniquiladas por no obedecer al Creador. —Mamá, en las noticias mostraron mucha gente muerta en una iglesia, parece que se cayó el techo —ella le responde que eso pasa siempre, que son accidentes, que la gente muere por muchas causas. —O sea, ¿Dios no cuida a las personas que estaban rezándole?—. Su madre se complica, ni siquiera ella entiende porqué personas con fe y golpeándose el pecho en la casa de Dios mueran de manera tan trágica. Se excusa ridículamente con su hijo y lo manda a jugar al jardín, ahora convertido en la tierra no prometida de los insectos. Erasmo mira el techo de la cocina y sale corriendo, y su mente simple de niño razona que Dios permite la muerte, aún cuando haya rezos, fe, confianza y entrega total. —Voy a ser un dios bueno, uno de verdad, que cuide a sus hormigas —piensa, mientras tiene mucho cuidado de no volver a pisar los hormigueros del jardín.

Texto agregado el 23-11-2010, y leído por 119 visitantes. (1 voto)


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