Nora (prólogo)
La niebla oculta el valle, hasta que la barre el viento a jirones, revelando los despojos del combate; espirales de humo negro reptan hacia el cielo. La batalla finalizó con la calma que precede al crepúsculo, mudo testigo de la masacre. Sólo el sol se niega a desaparecer por el horizonte tras las nubes lejanas. Se desliza indeciso entre ocres y malvas, como si deseara aliviar con su luz los campos maltratados. Sus rayos se detienen en la cima de una colina y tejen de perlas las ramas de un olmo solitario.
La guerrera se aleja del campo de batalla. Camina sin rumbo. Sin aminorar el paso, deja que sus armas se deslicen hacia el suelo. Descubre el olmo, y sus dedos ensangrentados rozan la hierba alta y reseca mientras se dirige hacia la colina. La sombra de la mujer se recorta sobre los campos. Ignora las escenas macabras que se desarrollan a su alrededor. Después de la batalla son siempre las mismas. Racimos de cuerpos mutilados yacen amontonados en posturas grotescas. Entre ellos, algunos rostros conocidos con los que apenas hace unas horas ha compartido la comida e incluso el miedo, infundiéndose valor mutuamente antes de la batalla. Un hedor nauseabundo a cadáver, a orina y a excrementos enturbia el olfato de los supervivientes. Oleadas de cuervos ocultan con sus alas un festín que celebran sin ser molestados. Los sollozos y los alaridos de los heridos se mezclan con algún estertor aislado de los que reciben el golpe de gracia, con piedad para los moribundos, con saña para con los enemigos.
Sube por la falda de la colina con la mirada puesta sobre el árbol. Sus cabellos negros ondean al viento. Asciende ágil, con la destreza de un cuerpo habituado a la lucha. Viste un peto recubierto de piel de búfalo que presenta varios tajos profundos. Sus atuendos, una mezcla de cuero oscuro y acero bruñido, están salpicados de sangre y de barro.
Con un gesto fatigado se restriega la mano sobre la cara. El hollín y la sangre ya seca han transformado su rostro en una máscara. Se detiene un instante y ajusta con precisión en su cintura sus trofeos de guerra, varias cabezas decapitadas, para que no le entorpezcan la subida. Alcanza la cima y contempla el paisaje a sus pies. El sol se derrumba por el fondo del cielo, cuando vuelve a entretenerse con los pormenores de la batalla.
*****
Al amanecer, la guerrera y otros jinetes partieron del campamento rebelde con la misión de explorar el terreno y detectar la posible zona de desembarco del ejército enemigo. La descubrieron avanzada la mañana, detrás de las dunas, justo en una playa larga. Las velas negras de las galeras se recortaban sobre un cielo luminoso. Los relinchos y los alaridos marciales de los caballeros templarios eran inconfundibles, sus gritos alargaban el eco y se alzaban sobre los graznidos de las gaviotas.
La guerrera y sus compañeros pusieron en práctica su plan: cabalgaron a campo abierto hasta que fueron localizados por el enemigo; tras lo cual, giraron en redondo para huir de estampida. La guerrera era consciente de que la caballería templaria pecaría de soberbia e iniciaría de inmediato la persecución sin esperar a la infantería. Los caballeros templarios, aunque no perdían el contacto, no lograban dar alcance a los jinetes nómadas que, con monturas más rápidas y ligeras, mantenían siempre la distancia, conduciendo al enemigo hacia un valle angosto y cerrado.
Los yelmos y las lanzas de los guerreros templarios relucían al sol mientras se internaban en el valle, seguros de su victoria. Ignoraban la trampa mortal que se cernía sobre ellos. El ejército rebelde había sellado el valle con barricadas erizadas de púas, y numerosos arqueros acechaban en las alturas.
Aguardaron hasta que el último templario se hubiese adentrado en el valle para cerrar la trampa. La caballería templaria, no más de trescientos jinetes, se encontró en un mar de hierba amarilla y rodeada por muros de colinas. Un silencio sepulcral oprimía los corazones y ni siquiera el gran Mestre se atrevió a maldecir su suerte, su Dios los había abandonado.
Masas de campesinos armados con picas que permanecían al acecho en las oscuras hendiduras del valle, se lanzaron al combate aullando enloquecidos. Los caballeros templarios, veteranos y aguerridos, combatieron con bravura, pero su destino estaba trazado de antemano. Uno tras otro, después de vender caras sus vidas, acabaron descuartizados, hechos pedazos sobre la hierba. Finalmente, sus cabezas, empaladas en picas, confirmaban la derrota. Tan sólo unos pocos lograron saltar las barricadas y escapar maltrechos de la muerte. El resto del ejército enemigo, desmoralizado por la pérdida de sus mandos, reembarcó y levó el ancla para huir por el mar.
La guerrera combatió con arrojo. Fue su lucha una danza mortal que hizo estragos en las líneas enemigas. Agitaba sus cimitarras como dos aspas que cobraban su tributo a cada tajada. Sin embargo, fue el odio, un odio feroz, la causa de su coraje, lo que le obligó a despreciar a la muerte.
*****
Con un suspiro se sienta apoyando la espalda sobre el tronco del árbol. Sus párpados se cierran y, acunada por los últimos rayos de sol, se sumerge en los recuerdos del pasado.....
Una niña frágil y menuda teje sobre su regazo un collar de flores. Se halla oculta entre las ramas de un viejo árbol, en la cima de la colina que domina su hogar: una cabaña, junto a un establo y un granero, abrazados por las colinas, y los mares de hierba que se pierden lejanos hasta confundirse con un cielo azul cobalto en la distancia. Escucha los ladridos de los perros. Contempla desde su refugio cómo su padre y su hermano conducen el ganado al establo. La madre canta en la cocina. La niña está feliz, pronto se sentarán todos juntos alrededor del fuego y charlarán sobre las pequeñas incidencias de la jornada. De repente, aparece una horda de guerreros cabalgando por el filo del horizonte. Sus siluetas arrojan destellos de cobre y se perfilaban sobre el sol del crepúsculo, un globo azafranado que se hunde lento tras las colinas. Las pupilas de la niña se dilatan y su sombra se funde con el árbol. Su sexto sentido le advierte que debe permanecer oculta. El ruido cotidiano deja paso a los gritos, a los alaridos, a las órdenes y los ladridos. La calma de la tarde se transforma en una vorágine de sangre. Su padre se acerca al guerrero más cercano aullando como un poseso y lo derriba con un golpe de su azada. Intenta con sus gritos atraer la atención de los atacantes y ganar así tiempo para que los suyos puedan escapar. Un guerrero le atraviesa la espalda de un lanzazo. A continuación desciende del caballo y le corta la cabeza. La niña se tapa las orejas con manos temblorosas. No soporta los sollozos de la madre, que es arrastrada por varios guerreros al granero. Más tarde la degüellan, liberándola de su agonía. Cierra los ojos llorosos ante la imagen de su hermano cosido a flechazos, ensartado en la puerta del establo. Su niñez se hunde en un mar de llamas. Transcurre el tiempo, muy lentamente, como gotas de llanto en el vacío. La niña se duerme vencida por el fatiga, abandonada a su suerte....
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Despierta de un sobresalto. El sol remolón desparece por fin en el horizonte y las primeras estrellas comienzan a titilar en la bóveda celeste. Un viento frío sopla entre las sombras y corretea por la hierba. La guerrera se envuelve en su manto, decidida a conciliar el sueño. Desea internarse en los confines más recónditos de su mente, mucho antes de la tragedia que ha marcado su destino, cuando todavía era una niña feliz que tejía collares de flores en su regazo, a la sombra de un olmo en la cima de su colina.
Aquella noche duerme la guerrera en paz sin sufrir más pesadillas.
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