Nov.2010. Cuando los recuerdos acuden a mi mente.
De mañana, la niebla asciende del mar por los acantilados.
Sube, blanca y algodonada, al encuentro de sus hermanas las nubes, colmadas de sueños de húmedos pastos y ballenas.
Y más tarde, las lluvias que mojan, chubascos que esparcen esos sueños.
Entonces las grandes brumas ansiosas se espesan en el cielo cargado de saber, y mis ojos que no pierden de vista el océano Pacifico desde lo alto de las rocas tan sólo ven una mística blancura, como si el borde del acantilado fuese el límite de toda la tierra, y las campanas de las boyas tañesen libremente en el éter irreal.
Los peñascos se elevan con arrogancia, altos y curiosos, mirador sobre balcón, hasta el de Salsipuedes, que se recorta en el horizonte como una nube gris y helada por el viento.
Desolado, sobresale una punta en el espacio ilimitado, ya que la costa tuerce bruscamente allí donde desemboca la playa de Saldamano, después de dejar atrás el medio camino.
Las gentes marineras del puerto, miran hacia ese acantilado como miran otros hacia la estrella polar, forma parte del firmamento, y, en verdad, también desaparece cuando la niebla oculta las estrellas o el sol, sienten cariño por algunos acantilados…
Desde esta tarde fría y de bruma, veo en mi soledad al atardecer, cuando se abren las puertas a los recuerdos, repetidos y nunca los mismos.
Aparece ese momento en que la sangre siente como caduca el resultado, y una no canta lo perdido, reclama lo olvidado.
Y no lloro, es el humo del abandono el que hace saltar las lágrimas.
Voy caminando al lado de mi padre, pues iremos esta tarde a la función de cine.
Nos rodea un silencio que nos cierra la boca y mueve con alegría los ojos.
Con alegría por llegar a la densa oscuridad de la sala, nadie respira para no desencantar el milagro de proyección.
El Cine Reforma, con sus interiores rococó, es con el cine Isabel, lo más elegante de la ciudad.
Ahí, en esa iglesia de sombras y rayo divino, es una fiesta y nosotros sus fieles oficiantes.
El amarillo olor de las palomitas y los sorbetes rituales de la soda y sus hielitos dan la bienvenida.
Entre risas y tropiezos tomamos por asalto las butacas.
Mi padre, tipo serio y mal encajado a la vida, comparte esta toma merecida.
Y, como un sueño colectivo, la función transcurre.
Es como viajar en el tren o en el autobús y ver en familia el mismo paisaje... No lo sé, quizá no sea así.
Y como truco de principios de siglo, se incinera la película dando la señal para la rechifla y el alboroto, el arguende y el insulto; algunas gargantas sueltan el clásico: Cacaro…
Así reinicia la película en el reino de la oscuridad.
Al final, después de expulsar los demonios en bendita solidaridad, espacioso y desolado queda el templo que cobijó por unas horas en sus tibias sombras al gentío del barrio y sus arrebatos de dioses famélicos.
Tal vez todo esto viene a mi mente porque a veces los recuerdos que flotan en las brumas de las tardes frías, me suenan a lluvia, y me hacen mirarme un poquito dentro, a través del cristal…
Desde BC, mi alma es una lámpara que se apagó y aún está caliente en mi rincón existencial.
Andrea Guadalupe.
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