Siempre supo que ese día llegaría, mas le hacía el quite y se resbalaba como un pez. Sentía que en el momento en que destruyera su fotografía, sería el mismo momento en que podría olvidarla para siempre.
Era extraño para él. Pero habiendo pasado más de diez años desde que rompieron, cada vez le costaba más olvidarla. Su memoria inversa era su peor enemiga, pues se fortalecía con los años y tapaba las goteras del olvido antes de que empezaran a chorrear ideas.
Mientras estuvieron juntos le costaba trabajo recordar fechas, números de teléfono, compromisos o festividades. Pero ahora, que su mente no se dispersaba en enamoramientos fatuos, inmortalizaba con exactitud cada momento que paso con ella, a pedazos eso sí, pero aún así valía.
Recordaba a diario sus ojos y desesperadamente los buscaba en la gente al pasar. Sabía de su andar majestuoso, que adornaba la vereda y producía dolores de cuello a los transeúntes incautos. Podría haberla dibujado allí mismo, en cientos de colores distintos, si hubiere tenido el lienzo o el talento.
Y estando en esta encrucijada, con su fotografía risueña en un una mano y con un encendedor en la otra, se preguntó el por qué del porqué, y se le nublaron los ojos, entre el humo y una angustia asfixiante. Y mientras se consumía él y la fotografía, su mente se liberaba y el vacío desterró su mirada.
Llamó ella a la puerta en el preciso instante en que sus dedos chamuscados soltaban el último tramo del retrato y una escueta sonrisa disfrazaba su ahora quemada tristeza.
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