Noviembre 2010. El tiempo todo lo destroza, todo lo deshace.
Iba caminando por la calle, como si fuera la senda de mi vida, esa vereda mal tratada por las lluvias y las raíces de los árboles, cuando dos niños, inocentes retoños de un futuro prometedor, me dijeron, sin intentos de ofender: Hola Doña…
¿Será por eso que me enojé, no, es mucho más.
Favor de abstenerse de llamarme exagerada, porque es verdad, abrieron una herida difícil de sanar.
Ayer noté que el cajero del supermercado me miraba y me hablaba de tú a tú con confianza.
Antes, hubiese pensado que le gustaba.
Ahora, solo puedo pensar que me está mirando un hombre con una vida por demás irónica, pues todo el pelo que le faltaba en la cabeza, le sobresalía por la nariz y orejas.
Llegue a imaginar que si juntara en una bolsita todo lo que se cortara de las orejas y nariz, podría taparse la prominente calvicie.
Si bien la edad no nos restringe de nada, en ocasiones, destilo olor a naftalina, y mi Rexona si me abandona.
Ya no es lo mismo, el tiempo pasa, me estoy poniendo vieja, dejo de escribir, me duelen los dedos.
Me pregunto si será artritis…
Realmente han pasado años, sólo que el tiempo es engañoso, pues depende de algo que no puedo explicar del todo.
A veces lo siento como algo que apenas acabara de ocurrir hace una semana, como cuando en mi juventud, iba de regreso a casa y recorría los mismos lugares donde acostumbrábamos encontrarnos.
tengo la sensación de que en realidad han sido muchos años los que han pasado entre hoy y aquel lejano pasado; tal vez una vida entera.
Me parece no ser la misma, me parece estar distante, tener recuerdos de otra vida, de otro entonces, recuerdos que me pertenecían aunque hace mucho han dejado de ser míos.
Me asaltan imágenes de un ayer distante, o de un ayer que parece no tan distante, y quiero correr hacia su encuentro, como si todo fuera tal y como entonces solía ser, como si no hubieran pasado ya infinidad de momentos,…infinidad de años.
Alguien me dijo que el tiempo todo lo destroza, todo lo deshace.
Eso fue hace unas tardes, una tarde que salí del trabajo caminando y buscaba un colectivo que me llevara cerca de mi casa rodante, pues se me había hecho tarde.
Un hombre me paró y me contó la historia más triste del mundo.
Me entretuvo mucho, no me atrevía a irme porque tal vez mi sola presencia, o el hecho de que alguien lo escuchara le brindaba algún tipo de consuelo.
Y por más pequeño que éste sea, un consuelo nunca debe negársele a nadie.
Me preguntó si no sabía dónde estaba la planta procesadora de atún, y le dije en qué dirección se encontraba, aunque que aún estaba muy lejos, tal vez a un día de camino.
Su apariencia era humilde y su acento extranjero, sólo que no me daba desconfianza, comenzó a decirme la razón de su búsqueda, un poco desalentado después de saber que aún le quedaba un largo camino por recorrer: era un indocumentado de Centroamérica que había tratado de llegar a los EE UU, nada más que lo detuvieron en la frontera y le quitaron todo lo que tenía.
No sé cómo fue a llegar a esta parte del estado, sólo que por conocer de la pesca, le dijeron que tal vez podría encontrar algo de trabajo en la planta procesadora.
Así caminó hasta llegar a aquella esquina donde me encontraba.
Había pasado por mucho: su familia se moría de hambre muy lejos de ahí, y él mismo se moría de desesperanza sentado junto a mí; no sé qué lo mantenía vivo ni caminando.
Me pidió algunas monedas para comprarse un pan, porque hacía dos días que no comía nada. Le di lo poco que traía, ojalá le pudiera haber dado más; me acababa de gastar diez veces lo que le di en algo estúpido, y me sentí muy mal por eso.
Me dio las gracias más sinceras que en mi vida he escuchado, con una muy tenue sonrisa y unos ojos enrojecidos, jamás me han dado las gracias así.
El tipo se moría de hambre, de cansancio, tal vez hasta de desesperación, sabía que no podría pagarme lo que le acababa de dar, así que era una vergüenza extra, y aún así fue lo suficientemente cortés para agradecerme lo poco que ayudé.
Mientras se retiraba echó una última mirada al largo horizonte delante de él, escondido entre una multitud de barcas en el mar y gaviotas en el horizonte, y me dijo: “el tiempo todo lo manda a la mierda”.
Ahora, sentada en la misma esquina, aunque esperando otro colectivo por aquellos rumbos, me dio por pensar lo mismo.
Me fui a encontrar con mi destino.
Había concretado con él una cita desde hace tiempo, y ayer pensando en ello no pude dormir.
Me desperté temprano, me alisté y salí a la calle dispuesta a presentar mis trabajos de narrativa y pelear un lugar.
Llevaba una falda larga de mezclilla, una blusa de algodón, una chamarra abrigadora, y tenis viejos.
Así caminé lo que me pareció una eternidad hasta que llegué al lugar indicado a la hora pactada.
Había más gente ahí, gente con la misma inquietud que traigo desde hace muchos años.
Me fui a encontrar con mi destino, con miedo a que me haya dejado atrás.
Quise verlo de cara, tomar el valor que todos estos años nunca tuve para hacerle frente y así lo hice.
Quise verlo una última vez para ver si aún me quedaba, para ponérmelo como un guante y ver si mi mano aún se amoldaba a él o ver si había cambiado... y cambié.
Como era de esperarse mi destino no me quedaba más, no me esperó ni me perdonó todas esas malas decisiones que me hicieron perderle de vista desde aquella vez cuando, sin darme cuenta, tomé un camino diferente al suyo.
Comprobé que eso ya no era para mí, que el maldito tiempo me había dejado atrás y que ya nada se podía hacer.
Regresé derrotada, con mis cuadernos bajo el brazo, sólo que satisfecha con la pelea.
No lloré, porque esta vez no me quedé de brazos cruzados sino fui tras él.
Comprendí que no soy la primera ni la última infeliz que se ha quedado sin dirección.
Ahora no tengo idea de a dónde ir, aunque al menos tengo idea de a dónde no puedo ir, suena extraño, sólo que hay algo tranquilizante en todo el asunto.
Celebro mi derrota con una taza de café amargo en la mano y las estrellas sobre mi cabeza.
Hoy llovió desde la madrugada.
A mitad de la tarde la lluvia cesó de súbito, por completo, y comenzó a hacer un frío hermoso, salí del trabajo y me fui caminando como siempre.
Al principio me calaba el frío, aunque después el mismo ritmo de mis pasos me hizo sentir calor, ahí estaba, caminando cabizbaja, a ratos acelerando el paso, a ratos tomándome mi tiempo.
De repente sacaba las manos y me las ponía a la boca para soplar aire caliente; a ratos miraba el paisaje, y veía lentamente al día despedirse y a la noche nacer entre brumas marinas, la tarde estaba gris, las calles estaban solas, y yo también.
Llegué a mi casa rodante muy acalorada, abrí la ventana y eso bastó para que en segundos volviera a sentir el dulce frío invadir todo el ambiente.
Siento que el aire me quiere decir algo, que quiere hablar conmigo y sus palabras son ese frío tan delicioso y pienso que rara es la vida: tan impredecible, tan inquietante, sólo que tan sutil que ni notas lo que el tiempo ha hecho contigo… ¿Cómo será mi vida dentro de una semana? ¿O dentro de un mes?
No quiero pensar dentro de un año, pues ahí sí que me entra el miedo.
Cuesta tanto acostumbrarse a las cosas que cuando te las arrancan de súbito te duele.
Y cuesta tanto comenzar desde cero… Como me dice mi hijo; “Levantarse del piso duele” aunque no lo dijo con el significado que le doy, sino más bien literalmente.
De repente la tarde se nubló.
Veo la luz caer cautelosamente en el horizonte marino, en la mañana hacía un día tan soleado, tan hermoso.
Tantas ilusiones tenía para hoy, que hasta decidí tomarme la tarde para pensar y repensar, ponerme al corriente con las lecturas que tanto me gustan y que las demás obligaciones me privan, y reponer algo de sueño atrasado.
Un pequeño respiro dentro de este vaivén de pesadumbre.
Y no tengo energías para ese momento de introspección donde investigo muy dentro de mí lo que sé que debo escribir, y cómo lo debo escribir.
¿De dónde viene la inspiración? ¿Acaso existe tal cosa?
Mi vida entera parece una secuencia de triviales días sin fin ni finalidad.
Estoy llegando al fondo de la espiral descendente, y pronto tendré que decidir qué perder.
La tarde se nubló de repente y yo la vi nublarse desde mi rincón existencial.
El claroscuro que se dibuja se volvió más etéreo mientras el reloj marcaba las 5pm, hasta que de repente ya no hubo más luz.
Espero que mañana salga el sol porque me muero de frío, y que pase lo que tenga que pasar, que venga lo que tenga que venir.
Mis conclusiones: La existencia es ese tiempo que todos tenemos.
Es como un lienzo, sobre el cual vamos pintando nuestra vida: el pasado ya lo pintamos; el presente lo estamos pintando; y el futuro lo pintaremos sobre la marcha, aunque podemos trazar con lápiz lo que queremos pintar.
¿De qué se trata la vida? De decidir qué hacer con el tiempo que se nos ha dado, de decidir qué pintar...
Me encuentro en mi casa rodante escribiendo este relato navideño, casi sin ideas, con mi inseparable café, una que otra galleta de chocolate y el frio dándome en la cara.
…Y quiero que me traigas dignidad, dijo en voz alta, escribiendo en una hoja, mirando a su padre, con ojos de ocho años recién cumplidos, esperanzada.
¿Eso vas a pedir en esta Navidad?
¿Por qué no le pides algo que haya en una juguetería, por ejemplo?
Sugirió esperando una respuesta positiva.
Eso me lo puedes comprar tú papá, finalizó, matando sus oportunidades.
Bueno, pide algo que sus duendes puedan fabricar, insistió.
¡Está bien!, le voy a pedir un hermanito, expresó ingenuamente.
Hija, eso lo puedo conseguir yo, dijo riéndose a medida que se iba dando cuenta que ese chiste, entre sus compañeros de trabajo a la hora del lonche, sería el furor del turno, aunque no para contarlo delante de su niñita.
Quiero decir, tosió, yo se lo pedí a Santa Claus, dijo, esperando arreglar el daño ya hecho.
Mejor le pido dignidad para ti, papá, resaltó mirándolo con esos mismos ojos de ocho años recién cumplidos, sólo que con ojeadas de desprecio, a medida que se le llenaban de lágrimas.
Desde BC, viendo la luz caer cautelosamente en el horizonte marino en mi rincón existencial. Andrea Guadalupe.
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