- ¿No te das cuenta acaso?

- Darme cuenta de qué.

- ¿Ya no te preguntas por qué siempre despiertas fatigado o por qué sigues yendo a esa porquería que le llamas trabajo, por qué nunca te casaste o divorciaste, o siquiera has tenido algún logro, algún triunfo cualquiera, alguna sonrisa o alguna felicidad?

Me quedo en silencio y mis ojos se abren más grandes que nunca.

- ¿Es que ya nada te hace cosquillas? – continuó ella, un tanto más eufórica – nada te da miedo o no fantaseas o sueñas.

- ¿Soñar? – Pregunté.

- Sí, soñar – me dijo mirándome con ojos lacerantes y mojados –. Y tú, sigues bebiendo esta droga sin siquiera darte cuenta. ¿No te das cuenta acaso? – Repitió con tristeza – Ellos te están atrapando poco a poco. Primero te quitan las ganas, luego la iniciativa, el deseo y finalmente la capacidad de soñar. Y ya ni te inmutas, y sigues este camino de ceguera como si fuera el único o el cierto.

- Es tarde supongo – repliqué con el rostro derrotado – Es tarde para mí. ¿No te das cuenta acaso?


Rompió en un llanto estrepitoso que nos llenó de miradas. Cientos de cabezas se asomaron por sobre los paneles y se giraban hacia mi cubículo.

Me sentí intimidado, me sentí avergonzado, me sentí fuera de lugar, me sentí…

Ella sonrió.