No pudimos darnos cuenta en qué momento desapareció.
Nos encontrábamos entretenidos en la fila del reparto de la ración de desayuno diario que cuando tratamos de ubicar a Tu nombre, éste había desaparecido. Raulín, el encargado de su cuidado, no supo dar explicación alguna. Sólo esgrimió unas cuantas lágrimas en su defensa y la bajada de cabeza como disculpa. La culpa la tenían los repartidores de la ración, con el desorden que habían impuesto, nadie respetaba su fila y los más pequeños se veían en la obligación de refugiarse en el patio de la escuela, esperando que los mayores hicieran respetar su lugar.
A pesar de la idea de salir con «Tu nombre» más allá de la manzana, mamá decía que había que dejarlo crecer un poco más para que pudiera reconocer el camino de regreso a casa. Pero ese día sin hacer caso de las recomendaciones de mamá, Raulín y Carla lo sacaron con todo el frío de la mañana, llenándole de besos y caricias.
Nos dimos cuenta de ausencia cuanto todos teníamos las manos ocupadas con nuestra ración. Carla, soltando su cacerola llena de leche chocolatada dio un grito que asustó a Raulín. Yo me quedé callado con el único fin de influenciarles mi estado de ánimo. Arrancamos a buscarlo por los alrededores de la escuela. Llegamos hasta la acequia que dividía la hacienda del Sr. Tomasito con nuestras casas. Ibamos silbando sin darnos cuenta que «Tu nombre» no había aprendido nuestros silbidos.
Al poco rato estuvimos llorando, apoyándonos como niños huérfanos.
—Conseguiremos otro —dije tratando de calmarles.
—Yo quiero a Tu nombre —gritó Raulín.
—A la vecina María le sobran cachorros —argumenté.
—Pero no serán como el nuestro.
Regresamos a casa, fijándonos en los animales que tenían los vecinos: perros, gatos, gallinas, patos, y hasta monos pegados en los barrotes de las ventanas. Nos pasamos la mañana recorriendo los huertos cercanos, olvidándonos de entrar a clases, husmeando en las chacras, perdiéndonos por la huaca Palao. Pero nada. Sólo el silencio que nos adormecía ayudado por el frío del invierno.
Almorzamos imaginando a «Tu nombre» mezclándose entre la basura, buscando algo para comer o acurrucándose tímidamente entre los ladrillos.
Esa noche no pudimos dormir bien. Nos dábamos vuelta y media mientras Raulín, de vez en cuando, soltaba una que otra lágrima y entre dormido gritaba su nombre preguntando si ya había regresado. Al día siguiente éramos unos cadáveres movilizándose a recoger nuestra ración diaria. Tantas cosas pensábamos mientras caminábamos.
—De repente le han hecho daño —decía mi hermano Carlos.
—Yo tengo fe que lo vamos a encontrar —afirmó Carla—. En algún sitio debe estar acurrucado. Como no conocía el barrio y además tímido ha buscado refugio en el primer agujero que encontró. La gente le asusta.
—La gente no quiere a los animales —comentó Raulín—. Les pegan, les quiebran la pata, los sueltan en la calle o en la acequia para que se ahoguen, los atropellan...
—Pero hay otros como nosotros que aman a los animales.
—Hay perros grandes que le pueden atacar.
—No creo que «Tu nombre» esté en peligro. Sé que le vamos a encontrar. Te lo aseguro Raulín. No quiero que vuelvas a llorar.
—Imagina cosas bonitas —dijo Carla—, por ejemplo que está salvando a una anciana de morir atropellada; que está ladrando a unos ladrones que arrebataron la cartera a una indefensa mujer... imagina... imagina, y lo lleva derechito a la comisaría...
—¡Ja, ja, ja...! imagina... imagina...
El domingo perdimos ante el equipo de Somos libres por una senda goleada. No teníamos el ánimo de salir ganadores. Una semana sin ver a «Tu nombre».
Una mañana que regresábamos con nuestra ración diaria, uno de esos muchachos que pasaban por casa, molestó a mi hermana Carla con palabras que no quiero repetir. Yo lo sentí a insulto por mi alma excitada de tanta pena. Mi primo Astolfo lo entendió así y dejándonos al cuidado de su ración empezó a perseguirle. El condenado corría como alma que le lleva el diablo. Nosotros detrás de él. Carla hacía lo mismo mientras Raulín se quedaba rezagado. El muchacho debe de haber visto cólera en nuestros ojos porque empezó a gritar como si le estuvieran sacrificando.
—¿A quién le vas a decir “gorda mamacita”?
No sé cuántas manzanas corrimos. Sólo recuerdo que al llegar a una esquina y fijarnos en el árbol del frente Carla lanzó el grito más potente que haya escuchado. Por primera en lo que iba del invierno sentí calor, no por la corrida, sino por la alegría de encontrarme frente a un árbol que abrigaba a Tu nombre con una correa ajustada del cuello.
—¡Tu nombreeeeeeee! —gritamos al mismo tiempo.
No esperé que Carla volviera a gritar. Dimos un brinco y corrimos hacia él para sentir sus caricias de perro mimado. Allí estaba nuestro cachorro, llenándonos de baba, mordiéndonos las manos, moviendo su colita y tratando de hacer piruetas nunca aprendidas.
Nos alejamos rápidamente antes que las personas que la habían amarrado pudieran darse cuenta de su ausencia.
Tu nombre, suelto en plaza, empezó a correr, tratando de ganarnos la delantera; pero con sinceridad, no sé quién correría más: él o nosotros, porque queríamos llegar a casa y acariciarlo libremente. Raulín rompió a llorar. Poco después Carla hizo lo mismo. Creo que ese día lloramos todos.
Al salir de la escuela, regresamos corriendo, gritando por el camino:
—¡Quién llegue primero le da de comer!
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