RAULÍN ENTRÓ CORRIENDO, como alma que lleva el diablo. Empujó violentamente la puerta y se perdió entre los cachivaches que guardaba al final de la casa. Removió de todo sin decir una palabra. Agarró una botella de licor, le dio unos cuantos soplidos y puliéndole con la manga de su camisa salió gritando: «señor botellero...».
—¿Por qué está apurado el mocoso? —preguntó mamá.
—Seguramente está jugando con «Salvaje».
—¿Y esa botella?
—La vende al botellero y con eso tiene para comprar más bolitas.
—Para mí que ese tiene otras intenciones.
—Mamá —argumentó Carla—, sólo tiene cinco años. Sus intenciones son sanas.
—Dímelo a mi. Ya molesta peor que un adulto.
—¿Estás molesta? —preguntó mi hermana—. Ya crecerá y entonces no molestará más.
—Eso es lo que tú crees. Míralo, ahí viene.
Raulín se acercó despacio, con las dos manos puestas sobre su pecho. Medía cada uno de sus pasos. «¿Qué te pasa?», preguntó mamá. Siguió directo hasta el fondo sin tomarse la molestia de contestarle. Mamá se encogió de hombros y continuó en sus labores mientras Mochita seguía tras él.
—Mamá, tiene un pollito y no me deja jugar con él —gritó mi hermana menor.
—¿De dónde lo sacaste Raúl?
—Lo cambié por una botella.
—¿Y dónde lo piensas criar? La casa no es un gallinero.
—¡Pero ma...!
—Otra vez porfiando Raúl.
Mochita observaba fíjamente el pollito.
—Lo cambié para que Mochita se sintiera contenta —argumentó Raulín—. ¿Si o no hermanita?
Mochita movió la cabeza afirmando. Pero Raulín no soltaba el pollito. Lo tenía «aprisionado» entre sus ropas. Se oyó un leve piar.
—Lo vas a matar —le gritó Liz—. ¡Enséñalo, no seas egoísta!
—Mamá ¿me dejas criarlo?. Lo voy a tener en una cajita.
—¿Y cuando crezca?
—Arriba le hago una casita con un poco de madera que vamos a juntar. Pepe me va a ayudar.
—¡No me metas en tus problemas! —grité tratando de salvar mi responsabilidad.
—Y cuando crezca será un hermoso gallo —afirmó tratando de convencer.
Mamá le miró llevándose el índice a la boca. “Cantará todas las mañanas para despertarnos”. Raulín ponía en juego sus últimas tretas. “No vamos a necesitar reloj, ma...”
—Ver para creer. ¿Y cómo sabes que será un gallo?
Raulín se quedó pensando. Luego sin preocuparse en esperar una aprobación dijo: los cambian gallos...
—¿Prometes portarte bien?
—¡Nunca me he portado mal!
—¿Entonces mejor de lo que te estás portando?
—Si ma... Lo prometo.
—Eso es lo malo de ustedes. Siempre prometen y después... palabras que se los lleva el viento.
—Esta vez no te fallaré
Raulín encogió los hombros y agachó la cabeza. «No quiero verte llorar», dijo mamá. «Ya estás grandecito para portarte así»
—Vamos, desaparece de mi vista. Ah, cómprale un poco de maíz molido, no se vaya a morir de hambre.
Recién Raulín enseñó el pollito: moro, de apenas unos días de nacido. Sentía frío porque acurrucaba la cabecita entre las mangas de mi hermano.
—¿Le vas a poner algún nombre? —preguntó Mochita.
— “Pochorocho”, es un personaje de una revista que me gusta.
—Suena feo. Déjalo sin nombre.
—Lo voy a llamar como a mi me gusta. Es mi pollo. Vamos, acompáñame a comprar maíz. Mamá, ¿tienes un poco de sencillo para comprar siquiera un puñado? ¿Sabes que te voy a dejar jugar con él? Ya el cachorro está demasiado grande y Liz se lo acapara todo el tiempo.
...
“Pochorocho” fue creciendo hermoso, engreído, a tal punto que comía sólo de la mano de Raulín. No aceptaba demoras. Se quejaba de los malos tratos que recibía. Se entendía perfectamente con Raulín. Le hicimos una pequeña jaula arriba, en la azotea, juntando palos, las tardes que podíamos. Todos contribuimos en el armado de la casa de “Pochorocho”. Raulín estaba feliz. Rosita, un sábado por la tarde retrató a mi hermano con su pollito sobre el hombro.
El gallito, engreído, cada vez que lo soltaban hurgaba en la cocina, molestando a mamá por sus verduras picoteadas. Mochita agarraba la escoba e intentaba sacarlo, pero él, se encrespaba y asustaba a mi hermana.
El gallo terminó siendo una inversión de todos nosotros. Raulín no tenía tiempo más que para dedicarse a “Pochorocho”: recogía verduras del mercado, le cambiaba agua dos veces al día, su propina lo invertía en comprar maíz. Se pasaba el resto de la tarde en contemplar cómo picoteaba las verduras y escarbaba el piso.
Un sábado oímos gritar a Mochita. Papá, asustado, corrió hacia ella. Encontró a “Pochorocho” aprisionando a mi hermana, en actitud de combate, dispuesto a sacrificar al enemigo. Mi hermana para toda defensa tenía entre manos una fruta que el gallito quería arrebatársela. El enojo de papá fue tal que terminó pateando al pobre animal, estrellándole contra la pared. No contento con esto le cogió del pescuezo y comenzó a ahorcarlo. Entonces se escuchó el grito más agudo de toda la cuadra:
—¡Papá, papá! —gritó, Raulín—. ¡Qué haces! ¡Suéltalo!
Y papá lo soltó como si fuera un trapo viejo. Nos asustamos. El gallito se quedó tendido, sin ganas de levantarse. Raulín, con lágrimas en los ojos corrió hacia él mientras papá decía algo así como que el engreimiento del gallo debía bajarse con un buen caldo. Al escuchar estas palabras Raulín se puso a llorar con mayor fuerza, diciendo, eres un malo, abusivo, no tienes corazón, él sólo vino a buscar un poco de comida, y le has golpeado como si fuera un monstruo, es mi gallito, papá, yo lo cambié...
Pero papá estaba enojado. Mochita es su hija favorita y cuando se encuentra en peligro, sálvense quien pueda. : “Mañana se muere”, sentenció. Pero mamá, que había agarrado cariño al animal, dijo la última palabra. “Estás loco si crees que vas a chocar con el gallo”.
—¿Está muerto, Pepe? Dime, ¿está muerto?
Soplé las alas del animal como había visto hacer al vecino Monteodoro con sus gallos de pelea. Le di aire por la cabeza. Lo levanté despacio, teniendo cuidado que no se me fuera a resbalar.
—¡Tú eres bueno para estas cosas! —dijo Raulín.
Raulín se enjugó las lágrimas mientras papá, sacando a Mochita de la cocina enrumbaba a la primera tienda. Mamá dijo que a un animal moribundo hay que taparlo con una olla y golpear fuerte para que reaccione. Eso hicimos. Golpeamos fuerte sobre la olla mazamorrera de mamá. Hacía un poco de frío. Luego subimos despacio hacia la azotea, dejando al gallo en la jaula. Al poco rato reaccionó, trató de sostenerse sobre sus dos patas. Nos miraba con ojos de moribundo, tiernos y algo perdidos. Raulín nos miró con ojos lluviosos.
—¡Hermano lindo! —exclamó sonándose la nariz—. ¡Eres estupendo salvando animales!
—Ahora hay que dejarlo ahí, para que descanse.
—Papá no lo quiere. Nunca lo ha querido. A él no le gustan los animales. Ni siquiera acaricia a “Tu nombre” a pesar que el perrito le hace fiesta cada vez que llega de trabajar. Mamá si es buena. ¡Tan chiquito que le vimos!, ¿no Pepe?
—Mira cómo ha crecido. Tú tienes la culpa, lo engreíste demasiado.
—Le buscaremos una gallina. Está celoso, por eso está que patea a todo el que se le acerca.
—Nadie te va a dejar tener una gallina.
—Algún día tendré mi casa y criare pollos. A papá no le dejaré acercarse.
Al día siguiente, tempranito, antes de salir a comprar el pan, subimos a observarlo. Ahí estaba, “Pochorocho”, atontado, sin querer cantar. Ni siquiera había picado un grano de maíz. Entonces Raulín arrancó con un llanto quebrado, silencioso, olvidándose de tomar desayuno. Estaba triste mi hermano. Nunca le había visto así. Era su animalito. Le había criado con tanta dedicación. Sus propinas las empleaba en comprar alimento para el gallo. Las tardes le dedicaba a pasearlo sobre su hombro. Ahí estaba, llorando en la azotea, esperando ver una reacción de su gallito. Pobre mi hermanito. Recién comprendí que papá había exagerado con “Pochorocho”. No merecía ese trato. Abracé a mi hermano y le puse mi hombro para que siguiera llorando...
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