La lluvia arrancó desde las cuatro de la mañana. Lo recuerdo bien porque a eso de las tres salí a orinar. Entonces todo estaba oscuro. La luna se escondía detrás de unas nubes negras que hacían lo posible por ocultarla, permitiendo, apenas, distinguir el corredor. Hacía un poco de frío. El perro que dormía cerca a la cocina hacía temblar sus dientes, dejando escapar unos ronquidos espesos. Calculé que serían las tres porque el gallo batió sus alas con dureza, antes de lanzar su primer quiquiriquí... Oí que mamá se movía en su cuarto. Ellos solían despertarse temprano y conversar hasta que volvían a agarrar el sueño y entonces se quedaban como hasta las ocho. Eso pasaba los sábados y domingos. Los sábados asistíamos a clases por la mañana. Mi hermana se encargaba de preparar el desayuno mientras que Humberto corría hacia el mercado a comprar el pan y un poco de carne.
La lluvia que estoy recordando empezó el sábado. Yo pensé que tenía mala suerte porque de haber sido un día laborable, quizás no hubiéramos ido a la escuela. Pero el sábado era una pérdida de tiempo. De todas maneras no fuimos a la escuela.
Llovió toda la mañana. Íbamos hacia la cocina cubiertos por una manta de plástico, haciendo turno con Juana Laura. Yo temía que mi hermana se fuera a caer en el pozo que se había formado entre el patio que separaba los ambientes de la cocina a pesar de las piedrecitas que habíamos puesto para hacer un camino y llegar a ella. Al primer resbalón iríamos llorando donde mamá.
Apenas llegué a la cocina me las ingenié para observar cómo estaban los lagartos ahí, entre los gramalotes. Las hojas se movían a cada rato: necesitaban de un cazador.
Almorzamos casi a oscuras. La lluvia golpeaba el techo de palma opacando nuestra conversación. A ratos un relámpago nos cegaba y luego el trueno que llegaba con fuerza como si fuera una maldición del cielo. La lluvia nos aturdía. Afuera, los únicos que se divertían eran los pollos quienes al observar una lombriz deslizándose entre los montículos de tierra corrían a atrapársela y pelearse por ella.
Escampó como a las dos de la tarde. Ese día el sol no quiso hacernos compañía. Eduardo se dedicó a buscar entre sus cosas algunas chapas de gaseosa que recogía del restaurante y canicas de cristal para jugar en la vereda. Aproveché los canales que había formado la lluvia para navegar mis canoítas. Recibí una serie de reprimendas cuando mamá vio mis pantalones llenos de barro. Aún así seguí con mi entretenimiento. Lorenzo me miraba desde el frente. No quería salir de su casa. El también estaba en lo de las canoas. Las hacíamos de papel o de topa. Si teníamos tiempo o ganas las pintábamos de muchos colores y, antes que terminara la lluvia, las soltábamos de un canto para competir entre sí.
Me aburrí de jugar. Contemplé a Eduardo cómo iba llenando de barro unas chapas de gaseosa, para luego, después de nivelarlas las ponía a ras de la vereda, las alineaba, tomaba distancia y, con otra chapa trataba de acertarlas. Era un juego divertido. Yo lo había practicado con Lorenzo y Juana Laura pero nunca con Eduardo, porque conociéndolo como lo conozco, sus juegos no ofrecen garantía de terminar bien. Tenía sus canicas a un costado. Me acerqué con cierto disimulo y, con una piedrecita, atiné a una de sus chapas. Levantó la cabeza y mirando con ojos sorprendidos, preguntó:
-¿Enano, quieres jugar?
-¡Ja, ja, ja...! ¡Soy invencible en esto!
-Si no haces trampa eres pan comido -exageró el tonto.
Empezamos. Había tenido la precaución de sentarme por mi lado derecho. Eduardo no era zurdo, así que apenas empezara a perder, se molestaría hasta colmar su paciencia y todo lo demás. Empezó ganado fácil. El no sabía que formaba parte de mi estrategia dejarle ganar los primeros momentos. Al poco rato comencé a relucir mi sapiencia en esta clase de juegos. Le vi frotarse las manos y morder los labios, pero contra lo que creía, no se enojaba, no lanzaba una sola de sus rabietas.
-Bueno, creo que para deporte ya es suficiente. Te gané y te demostré que soy el mejor.
-¡Oye!, pero ¿qué te pasa? Si todavía no he calentado.
-No me gusta jugar por amor al arte. Soy una persona práctica.
-¿Qué deseas, persona práctica?
-¿Apostamos una canica cada vez?
-¿Y tú qué pierdes?
-Te regalo mis revistas.
-¡No puede ser!... Tú pierdes tus revistas y yo mis canicas de cristal.
-¡Hecho! -exclamó, Eduardo, frotándose las manos.
Eduardo elevó los ojos al cielo, luego bajó la cabeza, miró sus manos, escupió en ella y frotándosela dijo, venga esa mano, cholo; espero que no llores, como siempre.
Tenía diez canicas. La pérdida de las dos primeras le cambió el rostro, poniéndole serio como esos pájaros que esperan a su víctima antes de alzar vuelo. Luego, cada vez que perdía me miraba con ojos de rabia, hasta que empezó a enojarse, llamándome tramposo, como si intuyera que iría a perder todo su tesoro. Así fue.
-No te soporto, Herminio -gritó, parándose- . No puedes tener tanta suerte.
-No es suerte -refuté, sin hacerle notar su -torpeza para este juego-. Es habilidad.
Eduardo se endurecía con facilidad. No tenía necesidad de provocarlo, ya estaba enojado. Esperaba una sola chispa para encender la pradera. Yo creo que la pradera ya estaba encendida cuando Eduardo reclamó por sus canicas como si no hubiera una apuesta de por medio.
-¡Lo siento, Educo! -le dije-. Yo soy hombrecito para soportar mis derrotas.
-Pero eso no me interesa. Así que devuélvame mis canicas.
-¡Estás loco! Te gané limpiamente y eso debe respetarse.
-Sabes bien que soy zurdo y aún así te dejé jugar.
-¡Entiende, Educo, ya perdiste! -Me levanté arreglándome los pantalones y poniendo las canicas en cada uno de mis bolsillos.
Eduardo no soportaba que sus pertenencias fueran a parar a mis bolsillos. El sabía que no estarían tanto tiempo ahí. Y sin darme tiempo se abalanzó hacia mí apoderándose de mis bolsillos, tratando de sacar las canicas. Con los bolsillos rotos las bolitas fueron a parar a un charco de agua. Los dos nos trenzamos como si fuéramos perros callejeros mientras le iba gritando de desleal. Se había aferrado a mí, tratando de llegar hasta las últimas consecuencias. Y el error estuvo ahí.
-Nadie te ha llamado para que vengas a interrumpirme en mi juego -argumentaba el muy tonto.
-¡Maricón! -le grité, lanzándome sobre el charco y aferrando algunas bolas de cristal contra mi pecho.
Sentí un coscorrón. “Suéltala o te va a pesar”, decía mientras trataba de darme vueltas. Sólo grité una sola vez la palabra mamá. Entonces se calmó mientras me clavaba sus ojos llenos de rabia. Aproveché para levantarme y frotar las canicas contra mi pecho, haciendo un pequeño ruido al rozar con el barro impregnado. Apenas tuve tiempo de pararme cuando Eduardo desvió su derecha hacia mi rostro con toda la fuerza de sus diez años, haciéndome soltar las canicas, yendo a parar, nuevamente, al charco mientras él se quedaba parado, desafiante, viéndome llorar sin ánimo de continuar la pelea.
Eduardo aprovechó esta ocasión para decidir que lo mejor que podía hacer era perderse por el huerto, aunque el camino estuviera lleno de barro y a punto de continuar lloviendo.
Isabel fue la única en acercarse hacia donde me encontraba y largándome una serie de insultos me ayudó a ponerme en pie. Yo seguía llorando, limpiándome la cara con las manos llenas de barro. Intenté recoger las canicas pero mi cólera daba para más: las pisé con fuerza enterrándolas.
-¿Que pasó? -preguntó, Isabel-. Gritaste como un condenado.
-¡Me caí! -argumenté. Empezaba a maquinar mi venganza-. ¡No sé cómo sucedió!
-¿Te golpeaste contra algo? Mira como tienes el rostro. Papá no va a creer que te has caído. Seguro dirá que te has peleado con alguien.
-Pero tú has visto que no hay nadie. Me resbalé y fui a dar contra el charco. Estas malditas canicas tienen la culpa: pisé una de ella y fui a dar contra el barro. ¿Es un buen golpe, ñaña? Snif... snif...pero me voy a vengar, snif... snif...
-¿De quién te vas a vengar?
-Yo nunca dejo algo a medias. Me caí y verás que este charco va a desaparecer. Te juro que en ella pondré piedras y así nadie se va a resbalar... snif...snif...
-Así se habla. Ven, tengo que bañarte, no quiero que mamá te vea así.
-Sé bañarme solo.
-Te he dicho que vengas. Hazme caso. No quiero que sigas llorando.
-¡Quiero seguir llorando! ¡No me gusta que veas mis huevitos!
-¡Cállate, tonto! ¿A quién le interesan tus huevitos? Vas a oír lo que le voy a decir a mamá.
-Yo sé bañarme solo.
-Así como estás no creo que sepas hacer nada. No te pongas difícil que no estoy de humor.
-¿Y quién te ha llamado? ¿Por qué no sigues flojeando?
Pero mi hermana sin hacer caso de mis súplicas, me llevó jalándome de la camisa y me paró sobre la bañera. Luego trajo agua de lluvia que recogíamos en un cilindro y la descargó sobre mí, primero sin quitarme la ropa, luego, así como vine al mundo, jabonándome, sintiendo vergüenza de mí. "No seas tímido", decía la condenada, riéndose.
-Este golpe es terrible -dijo, pasando su mano por mi rostro-. Nadie te va a creer.
-Pero tú me viste. Tú puedes decir a todos que es verdad.
-Tampoco a mí me van a creer. Vamos, Herminio, déjame pasarte el jabón por el trasero...ja,...ja,...ja...
-¿Tan temprano y bañando a este flojo? -preguntó mamá apareciendo de improviso, sin hacer bulla, como una mariposa.
-¡Ay, mamá!, el muy tonto se había caído en el charco y necesitaba un remojón. Siempre está cochino, no sé qué hacer con este hermano. Además me ha dicho que le picaba la espalda de tantas hojas secas que le caen por andar como un perro hurgando en los huertos.
-Bueno, termina con él y vienes a la cocina, hay que prender fuego, tu papá llegará con ganas de tomarse un rico café.
Isabel terminó de bañarme. Luego me alcanzó un trapo seco mientras ella se enjuagaba los pies.
-¿No tenías otra cosa qué decir?
-¡Cállate! -exclamó.
Antes de retirarse me dirigió una mirada y lanzando una carcajada gritó: ¡Es el mejor golpe que pudo haberte dado Eduardo!
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