Cuento)
Por. Virgileo LEETRIGAL
Eran las tres de la madrugada, hora a la que Josué transitaba por la Av. San Juan, a la altura del colegio Javier Heraud. Iba a bordo de su vehículo marca Toyota del año 2008, escuchando música de Leo Rubio. Él era taxista. «Atento unidad cuatro», escuchó decir a la operadora de la radio. «Lo copio», dijo Josué. «¿Ya dejó a su pasajero?», pregunta la de la radio. «Afirmativo», informó Josué. «Su siguiente servicio es al aeropuerto Jorge Chávez. Recoja a la señorita Rocío Cardona, calle Los faisanes 7056, urbanización La Campiña, Chorrillos», ordenó la operadora. «Copiado», asintió Josué.
«Estoy cerca», pensó el taxista. Por la vía que cruza a desnivel a la carretera Panamericana Sur, gracias al puente Alipio Ponce, se dirigió a Chorrillos. Hacía años que no transitaba por allí. «Cómo ha crecido Lima. Esta zona que antes era pampa abierta, hoy está bien urbanizada», se dijo.
Advierte que la pista tiene una pendiente, una ligera bajada. A la izquierda ve una calle perpendicular con una sola fila de casas. Luego, solo una pared larga, alta y blanca. Una señorita bien apuesta, de pelo largo y de vestido blanco, le hace el alto como si fuera alguien que quiere tomar su servicio. Josué, un tanto distraído en sus observaciones a la urbanidad, se pasó unos metros. Sobreparó y decidió retroceder, para tratar con la posible pasajera. Pero ésta desapareció. Josué pensó que la mujer se fue en dirección contraria y le perdió visibilidad. Luego reanudó su viaje hacia Chorrillos, y cuando la pista, con pendiente en subida, le permitió una visibilidad por encima de la pared blanca, recién se percató que a su izquierda había un cementerio, el campo Santo Santa Rosa de Lima, de la Policía Nacional del Perú.
Josué no creía en la existencia de fuerzas sobrenaturales. Así que continuó su viaje con mucha tranquilidad. Recogió a su pasajera en la dirección que le dio la operadora de la radio y enrumbó, por la vía La costanera, hacia el aeropuerto. Por su espejo retrovisor, que solo permitía ver parte del rostro de sus pasajeros, ya que no quería que pensaran que era un fisgón, ésta vez percibía que su pasajera se movía y se mostraba muy intranquila. Rompiendo su regla, hizo girar un poco al espejo hacia abajo para observar mejor a su pasajera.
— ¿Le sucede algo señorita? —preguntó el taxista—. La siento intranquila.
—Sí señor. Me miro en el espejo, pero ella no soy yo. Además aparece el rostro de una chica junto al mío, pero a mi lado no hay nadie. —dijo la pasajera.
—Tranquila señorita, quizás no ha dormido bien y está teniendo visiones, a veces pasa. —dijo José, tratando de calmarla, pero pensando en la señorita de blanco que minutos antes le alzó la mano en el cementerio.
—No señor, he dormido bien. Todo esto es muy raro.
—No se preocupe señorita, está conmigo. No es nada, no le pasará nada. —la tranquilizó el taxista—. Luego hacía maniobras para mirar hacia el asiento posterior, con tal que su pasajera tenga confianza y tranquilidad.
En cruce de las Avenidas La Marina y Faucett, el vehículo de Josué, empezó a sobre pararse, como si tuviera una falla mecánica; luego la puerta posterior del lado derecho sonó como si se hubiese abierto y vuelto a cerrar. «¿Qué pasa?», preguntó la pasajera. «Nada señorita, es por el rompe muelles”, dijo el conductor. La aparente falla del vehículo desapareció y éste siguió transitando de modo normal. Josué dejó a su pasajera en el aeropuerto y regresó por la misma ruta. Eran ya las cinco de la mañana, cuando de nuevo pasaba por el cruce de las Avenidas La Marina y Faucett. Aquí alguien estira la mano invitándole a parar, era una señorita muy agraciada, vestida de pantalón negro, blusa blanca y chompa azul.
—Buenos días señor, por favor, para llevarme hasta el puente Alipio Ponce ¿cuánto me cobraría? —inquirió la mujer.
—Veinticinco soles, señorita. —ofreció el conductor, correspondiendo a la manera amable de cómo lo abordó.
—Lléveme señor. —dijo la mujer.
—Suba. —dijo Josué—, inclinándose hacia atrás y alargando su brazo derecho para levantar el pestillo de seguridad de la puerta. La mujer subió y se puso cómoda.
Josué era muy reservado, de esas personas que no hablan, mientras no le hablen a ellas. Ésta, su pasajera de momento, no le hablaba; iba en el asiento posterior, en silencio, como reflexionando o meditando. Josué manejaba con aplomo a su vehículo, avanzaba por la Panamericana Sur, como si regresara a dónde estuvo a las tres de la mañana. Pasando el puente Atocongo, pregunta a su pasajera: «Señorita. ¿Lo dejo en el mismo Puente Alipio Ponce?» Al no obtener respuesta, mira por el espejo retrovisor y no veía a la pasajera. Recién tuvo algo de miedo.
Luego de unos segundos, inquietado y temeroso, habló con más fuerza: «!señorita! ¿Me escucha?» «Si», dijo la pasajera, enderezándose desde tras del asiento del conductor. «Le pregunté algo señorita y no me contestó», insistió el conductor. «No le escuché, estuve agachada, amarraba el pasador de mi zapatilla», respondió la pasajera.
El taxista, recuperado del susto, volvió a preguntarle: «¿Lo dejo en el mismo Puente Alipio Ponce?”. «No», dijo ella. «Lléveme al cementerio Santa Rosa de Lima, está hacia la derecha, cerquita al puente». Josué se puso muy nervioso. «!Carajo!, pero qué coincidencia. En la madrugada vi a una chica bonita allí y ahora otra me trae al mismo sitio», dijo para sí.
Josué tomó aire y preguntó a su pasajera:
—Señorita. ¿A qué va al cementerio?
—A visitar a mi hermana, señor. Falleció un día como hoy, hace exactamente un año —respondió la pasajera—. Éramos gemelas, ella era policía, por eso sus restos descansan en este cementerio.
—Lo siensiento señoririta, de verdad, lo sientoto, pero la vi vida es a así —dijo Josué, tartamudeando.
—Así es señor. Mire usted, qué coincidencia; hoy, casi al amanecer, lo he soñado clarito. Veía a mi hermana entrar a mi dormitorio, y para despertarme me movía y decía: «Levántate floja, ve a visitar el lugar dónde sabes que estoy y llévame flores; si tu problema es la movilidad, ahorita envío un taxi y te llevará». Me he levantado, me he alistado rapidito y salí. He levantado la mano al primer taxista, que es usted, y tal como lo quiere mi hermana he llegado hasta aquí tempranito —apuntó la pasajera, algo emocionada.
Josué estaba preso del pánico, pese a que eran ya casi las ocho de la mañana. Sin mirar a la pasajera, apurado, le indicó que el servicio no le costaba nada. Apenas sintió que la mujer agradecida, se bajó del asiento posterior, aceleró a su vehículo rumbo a su casa, y se dijo: «!Carajo!, éste no es mi día, no lo es.»
Lima 01 de noviembre del 2010
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