Había sido difícil para Tito poder conseguir la revancha. La última vez el encuentro había terminado uno a cero a su favor, pero lo habían tenido que suspender a los pocos minutos de comenzado. Su rival no quería saber nada acerca de disputar otra partida: “metés un gol y después me decís que no podés seguir”, argumentaba.

Pero Tito era un tipo con gran espíritu de competencia. Si bien había convertido el único gol y, por ende, ganado el encuentro anterior, sabía que por no haber podido continuar, su rival había quedado masticando bronca y quería ofrecerle, caballerosamente, la revancha.

Así es que en uno de sus intentos persuasivos, ofreció a su contrincante la elección del día, el horario y el lugar de la disputa. Bien sabía Tito que el hecho de ser lo local lo cargaba de presiones. Es más, cualquier imprevisto podía hacer que el encuentro se suspenda, con la inevitable consecuencia de quedar cargando las culpas. Por ello, cuando finalmente su rival aceptó la revancha, luego de intensas tratativas, pudo sentir la tranquilidad de saberse visitante.

El día del encuentro Tito estaba tenso. No había podido descansar la noche anterior como hubiese deseado. Lo que lo cargaba de nerviosismo era saber que iba a ser una contienda poco más que difícil y que por eso debía dejar todo en la cancha. Decidió relajarse unas horas antes del encuentro y así poder meditar pacientemente cuál sería la táctica más adecuada para hacer un buen papel, ya que sin duda no se podía de dar el lujo de desertar nuevamente. El encuentro estaba pautado para las 21hs, así que treinta minutos antes con su vestimenta lista y un bolso al hombro cargado de expectativas, se tomó el colectivo y emprendió viaje.

Al llegar al lugar donde iba a disputarse el encuentro sintió la presión sobre sus espaldas. Era un reducto que conocía, pero en el que nunca se hubiese imaginado disputando un encuentro de tal magnitud. Las luces tenues colaboraban con una atmósfera hostil que lo hacía sentir cada vez más perturbado. Lo que lo dejaba tranquilo es que el suelo era una alfombra, intuía que allí iba a poder desplegar todas sus habilidades.

Diez minutos después de la hora pautada comenzó el encuentro con Tito un tanto perdido, aunque no lo suficiente como para mantenerse en partido. Su rival tenía claro cual era su estrategia y la seguía a raja tabla. Era evidente con cada ataque que la apertura del marcador estaba cerca. Un Tito agazapado trataba de contrarrestar los continuos movimientos y amagues de su rival con aislados intentos de contragolpe, pero sabía que era inminente un gol en contra. Y por decantación vino el primero. Su contrincante descargó toda su energía en el festejo: gritó, gimió y se lo refregó en su rostro. Sin lugar a dudas, su decisión era golear. Tito, un tanto atolondrado, era un mero observador de cómo su oponente atacaba y arremetía nuevamente contra él. Y vino el segundo a los quince minutos y el tercero se hizo esperar poco menos que tres minutos.

Tito sin encontrar respuestas ante un contexto que lo avasallaba sabía que de no ir al frente la goleada iba a ser aún más abultada. Así intentó hacerlo al ver que su rival, descansando en las mieles del triunfo, había dejado de atacar acusando recibo del desgaste en los primeros minutos. Dejando de lado la táctica que había ideado: tomó la iniciativa, se posicionó frente a su rival, se movió hacia un lado, después se sacudió hacia otro, de aquí para allá, estando cerca de convertir disparó y satisfecho pudo gritar: “¡gooooooooooo! ¡Golazoooo! ¡goooooooaaaaaaafff!”. Gritó con todas sus fuerzas y finalmente se desplomó.

“¿Te gustó?”, preguntó ella. “Me encantó”, susurró Tito dulcemente en su oído. “Igual me costó terminar. Pensé que no iba a llegar”. Mientras acariciaba tiernamente el pelo de su amante y encendía un cigarrillo, un pensativo Tito se dijo a sí mismo “tres a uno de visitante es un resultado bárbaro. ¡Partidazo!”