LA MAJADA
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El escenario imponía su esplendor de oropel, bajo la fragancia envolvente de la yerbabuena. El cielo surcado por el arco iris parecía emerger con sus colores, y una alineación de negros patos dibujaba ese techo natural, devolviendo los matices que la lluvia primaveral ocultara de nuestros ojos. El coro de ranas a tres voces, bendecía al cielo por aquella frescura que limpiaba el tierral cordobés de octubre.
Sobre la ladera recortada de la sierra bajaba la majada de corderos como un aluvión de piedras blancas y negras que rodaran cuesta abajo, y se protegían unos a otros en forma inseparable. Me fascinaba su coordinación, su multitud gregaria y su belleza de capullo. Todo un manto de lana cuadriculado a dos tonos, negro y blanco, se extendió por la ladera vertical rumbo al bañado.
A la distancia, en el otro potrero, el ganado vacuno mugía sobre una extensa pradera pampeana. Aislado, individual e indiferente. Nada parecía importarle, ni siquiera la presencia del vecino, su gemelo, su igual, tan ajeno a él como un forastero. Su visión me produjo siempre algo de tristeza, de lejanía... de pampa.
Serranos y gregarios, íbamos nosotos los dos hermanitos pequeños, inseparables, en fila india, reuniéndonos uno al otro al llegar a un punto definido. Y desde la cúpula de un paredón de piedra contemplábamos antes de la hora de la Oración, aquel espectáculo doble que los animales como los hombres, ofrendaban al mundo. La comunidad o la soledad.
Nosotros dos éramos tan iguales como los corderos, por eso nos mezclábamos entre ellos y los pequeños mamones tiraban de los flecos de nuestros ponchos. Todavía me recuerdo gritándote, haciendo retumbar tu nombre en medio de aquella naturaleza viviente, inmovilizada por cuatro pequeñísimos corderitos que tironeaban de mi ponchito blanco, cual si sus extremos fuesen pezones de una ubre materna. Un llanto desesperado me arrebató en aquella pequeñez, donde mi escasa estatura de entonces, confundíase con la de los mamones. Tu nombre de hermano varón partió siempre de mi boca para solucionar mis increíbles dificultades, en nuestras andanzas camperas, y es el mismo nombre que aún repito en mi interior y que aún mágicamente me ayuda.
Te llamé entonces como te sigo llamando hoy día, por la fuerza de la sangre que unifica y convierte la especie en una sola alma, enfrentada a los rigores del mundo. Sea en la apoteosis de las grandes dimensiones naturales por las Altas Cumbres que recorríamos antaño. O en la presión opulenta de las ciudades cosmopolitas donde ahora vivimos, y que han formado las manos vigorosas de los hombres.
Nos semejábamos antaño como los corderos vestidos de la misma lana. Porque yo me vestía como tú en aquellos años, para nuestras correrías campestres recorriendo la sierra y sólo mis rubias trenzas de mechones lacios, ocasionaban alguna diferencia. Todos me vieron en aquella edad como una reproducción tuya. Usaba tus usutas, tus pantalones, tus ponchos, tus sombreros, todo aquello que ya te había quedado estrecho al ir creciendo tanto ... y que yo siempre exigía para colocar sobre mí, como si con esto me protegieras. ¡Cual talismán protector!... y ante la queja de nuestra familia (pues desechaba los hermosos vestidos femeninos bordados y llenos de puntillas). Yo quería ser tú, como algo más fuerte de lo que yo era siendo una niña.
Corría a tu lado como si yo fuera un varoncito en miniatura. Y repetía tus frases, tus inventos fantasiosos, riendo a veces sin comprender su significado. Sólo porque tú habías reído ....Pues la infancia es más larga entre los varones que entre las mujeres, y he bendecido mi suerte de ser única mujer entre varones para que mi infancia durara mucho tiempo. Tú le diste el brillo y en el conjunto de niños fascinabas con tu inventiva. Y mi orgullo era grande, inmenso, porque brillabas por arriba de los otros primos y eras de todos su centro.
A la noche yo me serenaba y dormía mejor ( en paz) si la ropa que me colocaban era alguna de las tuyas. Si había pasado por tu cuerpo anteriormente, porque entonces me llenaba de seguridad, de confianza, entre el susto y el alivio que me producía toda esa vida emocional al lado tuyo.
Nosotros éramos la majada y el horizonte teñido de corderos en nuestra vida serrana, dormitaba conmigo en uno... dos... tres... cuatro y más corderitos, que mi niñera María contaba junto a mi almohada.
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Alejandra Correas Vázquez
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