(Con infinita ternura)
Mira como las nubes, tropezando unas con otras, parecen formar entre sí tantísimas figuras. Aquella parece un pájaro, con las alas extendidas al sol…ésta de más acá, un gordo borreguito triste…la otra, un duendecito…quizás de veras sea un duendecito.
¿Sabías que éstos existen?...yo conocí a uno, o más bien, hubo una niña que conoció a un duende.
Esta niña era tan imaginativa, tan soñadora, que muchas veces nadie creía las cosas que contaba.
Yo sí. Me consta que no mentía. No puede mentir alguien que te mira a los ojos y te encandila con sus rayos de ilusión, ¿verdad?...pues a mi me pasaba esto con mi niña…me agarraba la mano, me arrastraba con ella y ¡zas! Ahí estaba yo, completamente hipnotizada oyendo sus relatos.
Un día, me dijo, ella estaba en el jardín leyendo un libro, y de repente vio salir detrás de un árbol una figurita vestida de verde.
Se quedó muy quieta, sorprendida, mirándole fijamente.
El hombrecito, (porque era un hombrecito), dio un salto y desapareció.
Esto le ocurrió varias veces, durante algunos días, hasta que una tarde la figurita le hizo señas de que se acercara y le tomara la mano.
Con mucho miedo así lo hizo, y mi niña se sintió volar como un globito que está desinflándose, (así me dijo ella), y se detuvo en un sitio muy lindo. Había un gran prado verde, flores, mariposas…y dándole vueltas a una pequeña fogata donde se cocía un caldo, tres mujercitas cantaban imitando risas.
Lo que cocinaban olía rico, y la invitaron a sentarse sobre una piedra caliente pero muy cómoda, le pusieron sobre la cabeza un sombrero picudo, y al instante pudo comprender lo que le hablaban.
Aquellas personas dijeron ser los duendes de las flores, y en cada salto de sus pies brotaban tantas plantas que era un deleite. No deseaba irse, (eso me contó). Le dijeron que las lágrimas de un niño triste marchitan los rosales, y que en cambio, cada sonrisa crea el más bello colorido en ellos. Los duendecitos le aseguraron a mi niña, que el mundo –de verdad- pertenece a la gente pequeña, y que los grandes, al ir creciendo, van dejando atrás un pedazo de él, que cada vez se pone más chiquito, y que si dejamos de ser niños no los vemos más.
Agregaron los duendecitos, que si la naturaleza se empeña en que seamos grandes, (porque así tiene que ser), debemos intentar dejar allá, dentro de nuestro corazón, algo para que el pequeño duendecito de las flores pueda saltar, y que mientras más espacio dejemos más fogatas habrá, más risas se oirán, y podremos conservar por más tiempo el verde prado donde sus manos nos llevarán por el sendero de la ilusión.
Esa es la historia que ella me contó. ¿Tú crees que, de verdad, aquella nube sea un duendecito?
("La mariposa azul y otros cuentos")
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