Varios días después de que Abundio y Javier se mataran a balazos por el camino real, en supuesta disputa por que las vacas de Javier habían invadido las milpas de Abundio. Victoriano entre pesadillas febriles escuchaba las recomendaciones de Javier para sus sobrevivientes, nunca supo a ciencia cierta si era realidad o producto de sus alucinaciones. Pero dio cabal cumplimiento a las instrucciones, poniendo algo incluso de su cosecha y haciendo recomendaciones sobre aspectos particulares que a él le parecían adecuados, por ejemplo: la limpieza precaria con que siempre traían a los más pequeños: Javier y José, las interfectas pusieron manos a la obra, obedeciendo las supuestas ordenes del fallecido, ya que les hacía eco por que el difunto continuamente les hacia recomendaciones al respecto.
Aquel hecho marcó a Victoriano, no solo por la aparente recepción y transmisión de los mensajes, sino porque era la confirmación palpable de que la muerte era real, y no solo una deducción filosófica en la que había caído en cuenta unos días antes, ante las reflexiones filosóficas que solía hacer.
Aquella cama plegadiza que había adoptado como dormitorio, se había convertido en una especie de puerta de Alcalá, donde las noches se hacían eternas y repletas de premoniciones, mensajes y noticias que a veces no alcanzaba a recordar en la mañana siguiente, la cama de campaña y las noches invernales se amalgamaban para dar paso a un mundo etéreo lleno de realidades o irrealidades que nunca se hacían presente por completo.
Los gallos que anunciaban el nuevo día, siempre tan inoportunos y los pasos de su madre para anunciarle el comienzo de las labores, se convertían en el más duro de los despertares. Victoriano iba aun dormido por las oscuras y frías madrugadas para agrupar al ganado y acarrearlo a los corrales de ordeña. Que fríos eras esos días, pero más fríos eran los recuerdos truncos y a veces oníricos similares a los infiernos que describía Dante en su Divina Comedia.
Victoriano resopló, le gustaba ver como el vaho asemejaba al humo de los cigarros de hoja que admirablemente fumaba su abuelo, en la penumbra pudo divisar la figura del difunto Javier, quien lo saludo como si no hubiera pasado nada --¡quihubo pinolillo!—Victoriano se quedo estupefacto y el tiempo se congelo, entonces, volvió a tener otra conversación, que no supo después, si se imagino o realmente sucedió
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