Camino al Matadero

Ahí estaba la corderita, lista para ser llevada al matadero. La habían preparado desde temprano para ese glorioso día: el de su sacrificio. Iba enfundada en su vestidura fina, tan blanca como la nieve. Lucía como una princesa, la mejor en su especie. Se había vestido de gala sin saber el porqué. Llegó engañada como todas las demás; pobres ovejas inocentes.

Era de linaje fino. Y aunque jamás fue expuesta para ser vendida, nunca faltó quién quisiera comprarla. Aunque era un poco huraña, a veces jugueteaba con los demás corderitos de la misma camada. Cuando la conocí, aún era muy pequeña. Creció lejos de mí, pero me encariñé con ella desde la primera vez que supe de su existencia, y lejos estaba yo de imaginar su triste destino.

A lo lejos, miré sus ojos tristes, y casi podía adivinar que lanzaba quejidos lastimeros. Pero nadie parecía escuchar aquellos ahogados gritos y, quienes los escuchaban, mejor pretendían no hacerlo. Su verdugo se veía feliz de que pronto iba a disponer de lo jugoso de sus carnes. Parecía que su destino estuviese escrito y que nada podría hacerse para cambiarlo. Habían sido ya varias generaciones las que han padecido bajo el filo de la misma tradición: el sacrificio eterno. Ella me miraba en silencio. No podía emitir sonido alguno. No obstante, a los pies del altar, con sus ojos me decía todo: “no me caso por amor”.