Hoy tengo incertidumbre. No sé dónde ir.
La vida dentro de aquella cárcel es lo único que conozco. Allí se creó mi realidad, allí crecí y allí pensé morir. Mi mundo era esa prisión, era mi prisión. Yo era, en fin, esa prisión.
Cierto cancerbero custodiaba mi celda. Aquel era mi único contacto fuera de ese cubículo de penumbras. Logré entretejer con él una relación inseparable, después de todo, no conocía nadie más. Si bien su actitud era severa e incorruptible, con el tiempo me permitía ciertas concesiones que era recíprocas con mi actitud de respeto y sumisión ante sus imposiciones. A través de aquel trato implícito de soportar sus exigencias que me aplastaban, podía acceder a intensas aunque poco menos que efímeras alegrías.
Aletargado e ignorante de que aquel no era “el mundo” sino tan sólo “mi mundo”, me conformaba con esas pequeñas satisfacciones que me sacudían como en una convulsión que duraba apenas unos segundos pero que finalmente, me hacía sentir vivo.
Todavía recuerdo con un dejo de nostalgia el día en que todo aquello cambió o, mejor dicho, empezó a cambiar: un extraño (o tal vez extraña) que estaba no muy lejos de mi, empezó a gritar(me). Yo sólo conocía la voz de quien era mi guardián, por lo que al escuchar aquella otra supe que no pertenecía a quien oía diariamente. Luego de lo sucedido quedé pensativo por algunos días, algo en mi planteaba una duda, una pregunta sin respuesta. Y miedo.
No pasó mucho tiempo después de aquel evento que sacudió mi rutina, cuando se presentó otro suceso inesperado que me sacudió del adormecimiento que me aplastaba: las paredes comenzaron a temblar al compás de ciertos golpes intensísimos que no sabía de dónde provenían ¿Cómo iba a saberlo? Si yo estaba convencido que mi realidad era el Todo. La celda quedó sumida en un desorden que me generaba cierto temor. Me preocupaba que el cancerbero se enojara ante semejante desorganización ya que le gustaba tener todo bajo control. Se mostraba muy estructurado.
El desorden en el que había quedado inmerso me inquietaba, pero en algún lugar podría decir que era confortable. De todos modos, fiel al modo en que me comportaba, intenté ordenar para que así el custodio no se enfadara y seguir accediendo a mis pequeños lujos de cautivo. Fue así que limpiando un poco, retornando las cosas a su lugar y siguiendo mi rutina a la perfección, me encontré con que el cemento que recubría mi cárcel había sido agrietado por los golpes y los temblores que la habían azotado días antes. Testigo de mi sorpresa, un destello de luz se abrió paso por la grieta desafiando la penumbra que reinaba en mi celda. Está vez el sacudón que me invadió se combinó con alegría y una misteriosa lágrima broto de mis ojos, no sé si por el efecto de aquel resplandor o por la emoción que me atravesó.
Era consciente de que aquello había sido lo más movilizante de mis años, pero no podía saber a ciencia cierta por qué el cancerbero se había enfurecido y comenzado a golpearme. Por primera vez conocí el dolor. Mi carcelero sabía dónde pegar, los golpes se hacían sentir en todo el cuerpo, aunque el estómago era lo que mas me aquejaba.
Pasado algún tiempo, comencé a sentir que una pequeña semilla germinaba dentro muy dentro de mí, allí donde el carcelero no tenía acceso. Sabía que aquello podía ser la música que me despertara de mi rutinaria siesta, y además que me librara de las cadenas que me ataban a mi custodio. Esa grieta me mostraba que existía otra cosa más allá de la oscuridad en la que vivía. Estaba seguro pero el desconcierto me asaltaba violentamente y el miedo era el protagonista que me obligaba a quedarme inmóvil.
Esa pasividad que había reinado mis días se mostraba como la solución a mis sensaciones enfrentadas, pero aquella semilla había empezado a echar raíces y crecía alimentada por una inevitable e insistente duda. Era cuestión de asumir mi individualidad y buscar. Buscar qué: ese era el problema. Lo único que tenía era esa grieta de mi celda que se mostraba decidida a darme una respuesta.
Así es que después de meditarlo mucho y más allá de la confusión e incertidumbre que me provocaba zambullirme hacia lo desconocido es que decidí empezar a hacer crecer esa hendidura.
Escarbaba día tras día, hora tras hora. Evitaba que el cancerbero se percatara de mi actividad, pero ciertas ocasiones me encontraba y los golpes que me propinaba crecían en su intensidad. Después de todo, la empresa no era sencilla pero el dolor y la confusión que sentía se entremezclaban con una energía que nacía desde lo más profundo de mi mismo y que jamás había experimentado.
La claridad poco a poco empezó a impregnarse en la oscuridad hasta empaparla definitivamente. Me empapó. Con cada ráfaga de luz, una sensación de alegría y plenitud hacía que me mueva, incluso cuando estaba inmóvil.
Finalmente pude hacer crecer esa grieta para transformarla en un liberador agujero que me permitió escapar. La revolución dentro de mí.
Así es que hoy puedo contarlo. Solo eso, contarlo. Porque el resto aún no lo sé. Frente a mí se me muestran desafiantes cientos (o miles, tal vez) de caminos: sinuosos, de tierra, inexplorados y con un horizonte lejano, sin fin.
Solo uno de esos caminos me es conocido, el único recto, de asfalto, señalizado y con un destino claro: el de vuelta a mi cárcel, aquella que me mantuvo cautivo durante mis años. Esa prisión donde aún acecha aquel guardia: mi mente, que cumpliendo su tarea me oprimió obligándome a cumplir las reglas y mandatos de aquel penal que llaman sociedad.
Una brisa cómplice me empuja hacia uno de los caminos, pero la duda sigue siendo mi aliada y espero paciente.
Hoy tengo incertidumbre. No sé dónde ir.
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