La Leyenda de “EL CLAVO”
Todo sonorense o norteño de aquel Norte de México, que componen Sonora y Baja California, que se precie de ser de allá, trae en su cartera, más bien, en “el secreto del secreto de su cartera”, un billete de la más alta denominación que su condición económica le permita, bien dobladito y guardado “por lo que pudiera ofrecerse”
Algunos dicen que suficiente: “pa´comprarle un vestido a la chata y que sepa …que tiene Vato”. Otros que: “pa´pagar un buen motel …si se ofrece una morra”. Algunos, como los de Mexicali que: “pa´pagar el recibo de la luz …en verano”. Muchos que: “Pa´las Cahuamas”. Los de Ensenada dicen que “pa´una noche en El Husson” (cantina de más de cien años de antigüedad). En Tijuana que: “…Pa´las quinelas” (apuesta en el hipódromo, Jai-Alai o en el galgódromo). Los más, que: “pa´…una ponchada” o “reventón de llanta”.
Lo cierto es que cada uno de esos norteños, por costumbre heredó de sus padres y éstos de sus padres, traer en su cartera “El Clavo”.
Como yo no soy de allá, cuando estuve en Sonora supe de esa costumbre y cuestioné a los amigos de quienes supe de esa peculiar costumbre, no sobre el porqué de guardar un dinerito para usarse solo en “aquellos casos”, más bien, mi interrogatorio fue del nombre, porque “El Clavo”, les inquiría, recibiendo siempre como respuesta: “…pos porque lo traigo ahí clavado”.
Nunca me satisfizo la respuesta, ya que, en todo caso, debería ser: “El guardadito” como en el resto del país.
Pero una ocasión, estando en El Rosario, Sinaloa, el destino me haría entender “aquel porqué”. No tan solo alcancé la respuesta, sino que, me dio a ganar mucho dinero.
He aquí la historia que he denominado “La Leyenda de El Clavo”.
Allá por El Rosario Sin. en 1948 cuando aún podía ir uno “pa´la sierra de excursión” sin que lo confundieran con “narco” o éstos lo encontraran a uno merodeando su dominio, unos amigos me invitaron “…a buscar un tesoro”.
Se trataba de ir al Casco de una Hacienda antigua, en donde se decía que había un tesoro que nadie había encontrado aún.
Estas historias de tesoros a mí nunca me sedujeron, pero en esa ocasión no pude negarme, porque la idea de conocer aquellas serranías era algo digno de hacer y los camaradas con lo que iba, que en realidad no eran mis amigos, eran buenos muchachos, simpáticos y no muy tomadores. Todo auguraba un buen paseo y buena caza también. Esto último fue lo que más me atrajo, así que decidí irme a buscar el tesoro de la hacienda vieja.
Salimos hacía aquel destino, como suele ser en esos casos, muy de mañana y perfectamente equipados y llenos de esperanzas en regresar cargados de dinero.
Pa´otra ocasión, cuento los peligros y sin sabores que esa expedición me dejó por la cacería, los barrancos, las noches de luna, los olores del “pedostristes”, los “hombrecitos verdes” y las corretizas que nos pegó un hombre celoso que pensaba que queríamos abusar sexualmente de “La Nena”, su “cabra-consorte”. Por ahora, solo me concretaré a contarles lo relativo a la experiencia del tesoro.
Cuando llegamos a “La Hacienda” tuve una decepción muy grande, yo esperaba un edificio al estilo de las haciendas del centro del país, aunque viejos y destruidos, que siempre se les aprecia su anterior majestuosidad. En este caso, si bien era una construcción grande que en su tiempo fue de dos pisos, no mostraba nada distinto de una casa grande sin más que paredes y un tejado que rodeaba todo el primer piso como un pabellón protector del sol y la lluvia.
Claro, todo estaba destruido y tal como si se tratara de una cosa bombardeada, como aquellas que vemos en el cine en las películas de guerra. Era tal el espectáculo, que Florencio, uno de los acompañantes dijo: –ya ni la chingan, ya mero no dejan nada- al efecto terció Juanillo: -esos pinches buscadores de tesoros no respetan nada- a lo que siguió una generalizada carcajada de todos nosotros.
Por tres días seguidos, el frenesí de la búsqueda del tesoro se apoderó de todos y desde la primera noche dejamos de usar el detector de metales, porque valió madre, pues lo probamos con los restos de una bomba de agua que a vistas era de puro metal y no zumbó ni como mosquito, que por cierto, había un chingo.
Debo aceptar que el primer día si me emocione bastante y a la par que todos, le estuve pegando a la barra y a la pala como si fuera yo empedernido buscador de tesoros, pero luego el dolor de espalda me recordó, que ese, no era mi giro.
Todos los demás eran hombres de trabajo fuerte y yo “el-perfumadito-manos-lindas”, así que no les pareció nada raro que me rajara y me dedicara más a ver los árboles y las estrellas que a seguirle pegando al jale. Coincidían en decirme: –pero no te vamos dar ni madre de lo que encontremos- -“pinche -manos-lindas”
Así, durante dos días, me senté en unos troncos viejos que estaban a unos veinte metros enfrente de la “hacienda”. Desde esa posición veía a mis compañeros que terminaban de destruir lo destruido por otros. Mis pensamientos se empezaron a enfocar en porque no había nadie encontrado nada, ni antes ni ahora; la respuesta era sencilla, porque no había nada, o si había, estaba en otra parte.
Una cosa es de entender: esa “hacienda” estaba muy lejos de “la civilización”, en 1948, nosotros hicimos casi doce horas en llegar de El Rosario, e íbamos en un Camioneta Iternational del año, fuimos en tiempo de secas con caminos más o menos transitables, por lo que, en 1906 fechas en que se cerró la citada hacienda, los bancos no existían ni en Cajeme.
El dueño de aquella explotación ganadera debía, en efecto tener “su guardadito”, pero igual, al haber cerrado por las razones que fuera, debió llevarse su “guardadito”. ¿…que cabrones estábamos buscando pues…? Me decía a mí mismo.
A esta deducción, me contestaron: –que chingón te viste güey- y continuaron diciéndome: -pues no la cerraron formalmente como piensas, al pinche viejo lo mataron los apaches-. Y terminaron de cagarme: –a todos le cortaron el cuero cabelludo y a las mujeres se las llevaron de esclavas, una de ellas contó a un historiador de San Francisco que el viejo tenía oro guardado antes de morir, por eso estamos aquí pendejo-
Esas respuestas, tan ofensivas para mí, traían su dosis de verdad, como puede comprobar después.
Ante lo agresivo que se mostraron conmigo en esa manera de contestarme, opté por no volver abrir la boca, pero no …de seguir pensando!!!
Mis puntos de observación me permitían ver casi todos, los ahora restos de la “hacienda”, y trataba de entender el lugar, si yo fuera el hacendado, en donde escondería el oro, que no fuera fácil de encontrar. Una de las ideas que se me vino a la cabeza fue: Si todos buscan y han buscado adentro y no han encontrado nada, es porque el hacendado pensó eso, que todos iban a tratar de entrar a su casa para encontrar el oro, luego entonces …lo escondió afuera.
Busqué con mi vista al rededor de la finca y me pude percatar que esa, “mi brillante idea” ya la habían tenido antes otros, todo estaba llenos de hoyancos también.
Fueron horas, muchas horas las que pase en esos troncos viendo y viendo una y otra vez, tratando de encontrar con solo deducciones en donde estaría el famoso oro. Nada de lo que deduje fue consistente.
Pero de pronto pude distinguir que todas las vigas, ahora tiradas ya por los busca-tesoros, y que eran parte del tejado que circundaba la finca, en el lado que daba hacia adentro de la “hacienda”, cuando estaban en su posición original y sostenían las tejas, se veía en ellas manchas ocres como de cabezas de clavo corroídas, como que alguna vez esos clavos sostenían algo que el tiempo se había llevado. El mucho observarlo todo, me llevó a ser más analítico con los objetos y cosas a mi vista, así, pude darme cuenta que esas manchitas ocre, no correspondían a una línea regular que mostrara que se usaban en sostener algo, como una lámina o una cuerda o una hiedra, o siguieran un derrotero más o menos lógico de su propósito como sostén o unión, que al fin de cuentas es eso para lo que sirve un clavo.
Decidí dejar la comodidad de mis troncos y bajar de ese asiento para palpar aquellas manchas. Cual fue mi sorpresa cuando con la simple presión de mis uñas al rascar la herrumbre ocre, ésta, que en efecto fue como la cabeza de un clavo, se caía descascarándose y dejaba ver un metal más bien rosáceo pero como latón o cobre también, era un color de metal que muy distinto de todo lo que yo había conocido, pero definidamente no era hierro, como el de los clavos viejos.
Mi instinto me hizo callarme la boca y no exclamar nada de nada a mis ahora agresivos acompañantes, de los que ya había pensado que de encontrar algo, de seguro lo que seguramente me iban a dar, era un balazo y no repartir conmigo el tesoro. Al fin de cuentas para ellos era un simple conocido “perfumadito-manos-lindas”.
Esos momentos fueron los últimos de nuestra incursión en la famosa “hacienda” ya que al caer la tarde nos propusimos descansar y abandonar la improductiva aventura y salir de regreso muy temprano en la mañana hacia El Rosario. Por la mañana decidí levantar solo con la vista y mi memoria un inventario de las manchas encontradas en más de cuarenta vigas de lo que fuera el tejaban. Conté cuatrocientas doce de esas manchas y como pude con una navaja, a hurtadillas saque uno de esos clavos para llevarlo de recuerdo. Sin mucho comedimiento simplemente lo guardé en mi cartera.
Tres días después de haber regresado a El Rosario salí de viaje a Mexicali y en una joyería de El Centro California USA, la hice analizar. Resultó ser una especie de oro conocido como oro rosa, con valor menor al oro amarillo, pero era oro al final. El ensayista me dijo que esa pieza tenía la forma de un clavo de herrar como los que se fundían de chatarra los ganaderos en el pasado, en sus haciendas, pues no existían las ferreterías como ahora, que esa era la forma herrar sus caballos y mulas, que esa pieza que le mostré para ensayar, estaba fundida y colada en los mismos moldes que usaban para los clavos de herrar.
Ya se han de imaginar los vuelcos que me dio el corazón, así como la angustia de regresar de inmediato por los clavos de oro rosa. Claro que regresé y me gane algo así como quince mil dólares, que en aquellos tiempos era una fortuna.
Así fue como supe finalmente porque a “los clavos de la cartera” se les llama clavos.
Aquel hacendado tenía en el porche sus clavos y todos buscaron en vano una olla llena de oro y el oro estaba clavado …en clavos.
Rafael Z Flores González
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