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Descubres que no estás muerto, después de todo. Y cuando abres los ojos por primera vez en mucho tiempo, han pasado al menos cincuenta y nueve años.

Típica y casi desesperadamente, despiertas con las últimas luces del atardecer; a lo lejos, hay un faro retórico que se enciende y se apaga cada pocos segundos. Sonríes. No, te ríes. Y tu primer pensamiento desafortunado es que te estás haciendo viejo.

Te desembarazas de los restos del avión muy despacio, como si necesitaras una eternidad para volver a la vida. Y, cuando por fin eres libre, te das cuenta de que ahora estás más atado, que bajo los escombros.

El mundo ya no parece ser el mismo y en una franja de mar cantábrico y mediterráneo, antes deshabitada, encuentras, de pronto, un terrario. Cientos, sino miles, de figuras humanas-no-humanas caminan por todos lados, al azar. Su rutinario éxodo vespertino, a penas se detiene al final del día.

Te mezclas entre la multitud con facilidad. Nadie, absolutamente, nota tu no-existencia, apenas incidental en este mundo. Sin embargo, prefieres las caminatas nocturnas.

Tienes a bien seguir el mapa que aprendiste cuando eras joven y que guardas para siempre sobre tu cabeza. Ya no sonríes. Es un punto perdido, aquel lugar en el espacio. Así que, cuando lo encuentras, te toma días transportar los restos del avión y re-ensamblarlos pieza por pieza, en medio del desierto.

Miras sobre tu hombro todo el tiempo y te aseguras de alimentar tu levedad-existencial regularmente. Tu apetito inexistente es todo el subterfugio que necesitas mientras permanezcas en tierra.

Cuando el avión está listo, ya no te reconoces a ti mismo. Manejar los controles es un gesto tan mecánico, que ahora parece un aspecto absolutamente desligado de tu persona. ¿Quién eres ahora que ya eres casi un autómata?

La hélice del avión jamás había sido tan ruidosa, pero el motor está en buenas condiciones. Confías tanto en aquel rústico y desangelado F-5, que ni siquiera te importa que esté apunto de hacerse pedazos.

Estabilizas la marcha y decides mirar a tierra por última vez. Sabes, con certeza, que todo es inanimado en aquella parte del desierto; sin embargo, la arena serpentea bajo tus ojos, formando patrones imposibles que componen un mosaico interfecto. Es casi como si este mundo sintiera la obligación de despedirse.

Sonríes de nuevo, en cierta forma.

Cierras la cabina sólo porque tu brazo derecho está acostumbrado a bajar el capote. El vidrio está estrellado casi por completo y ya ni siquiera te importa si el paisaje se divide en partes infinitas y repetitivas frente a tu nariz.

Cumples la última parte de tu misión y esperas, de nuevo, a que llegue el atardecer. Cuando la oscuridad se atenúa, consumida por diminutas luces que no puedes distinguir como faroles o como cerillas en realidad, remontas el vuelo hacia la negrura.

Hay un pedazo de papel atrapado en el tablero. Está completamente arrugado y lo que contiene es apenas una broma de tinta e intelección.

No, no es un sombrero, te aseguras.

Sonríes y no-sonríes esta vez y desapareces, definitivamente, en tu carrera hacia el espacio.

Imagen: http://www.quintosol.cl/imagenes/boa1.jpg

Texto agregado el 05-11-2010, y leído por 93 visitantes. (1 voto)


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