La primera vez que la vio, no pudo ocultar su rechazo, ya que le temía a esos animalitos escurridizos, que no sabe uno en donde se van a meter y hacia donde van a saltar. Pero la mujer, solitaria y añosa, comenzó a echar de menos a la lagartija, cuando ésta no aparecía, y poco a poco la fue acogiendo en una parte de su gastado corazón como un conocido más.
Agachada sobre su pequeño jardín, esperaba que de un momento a otro, la bichita apareciera por algún lado, demostrándole que aún estaba viva y que no había sido devorada por algún gato o perro de gustos exóticos. Se acostumbró a sus movimientos eléctricos, se dio cuenta que la lagartijita había crecido después de más de un mes apareciendo y desapareciendo.
La vieja le reprendía, como quien increpa a un chicuelo: -¿En donde andabas, suelta nomás? Cualquier día te van a comer por lo andariega que eres.
Terminó envidiando su ligereza de movimientos y esa presteza tan singular, admiraba sus vivos colores y sus trazas de reptil antediluviano, tan insignificante y a la vez tan necesario.
Hacía bastantes años que la mujer se había quedado sola, tras fallecer su marido y partir cada uno de sus hijos a rumbos, cual de todos, más distante. De vez en cuando, le llegaba una carta de alguno de ellos, con una hermosa postal y algunas pocas palabras de cariño. Nada más. La soledad, real y tenebrosa, se le había pegado a los huesos, como una compañera de todos los días. De vez en cuando, asistía a un club de ancianos, todos ellos tan maltrechos como la vieja, pero aún con alguna esperanza flameando débil y quimérica en sus canosas cabezas.
Por lo mismo, la aparición de la lagartijita era un bálsamo para ella, tanto así que se le hizo indispensable, por lo que la bautizó como Carmen. Después, pensando que el animalito bien podría ser un macho, reacondicionó su nombre y llamó al reptil como Carmen Carmelo.
Cierta vez, la lagartija se perdió de vista durante varios días, sumiendo en la incertidumbre a la anciana, que suponía que habría sido despaturrada por algún animal o por la onda de un muchachuelo travieso. Cuando el bichito cruzó raudo la pared, después de cinco días de desaparecido, un suspiro de alivio escapó de los labios de la mujer, increpándola por ser “tan desconsiderada con la pobre vieja”.
Transcurrido un par de años, la amistad no declarada entre la anciana y la lagartija proseguía su curso y aún más, la anciana había establecido parentescos con el bichito, y a menudo la llamaba a grandes voces: ¡Carmen Carmelo! ¿A dónde te has metido, truhana! ¿En donde estás hijita mía?
Cuando el débil cuerpo de la anciana no resistió más, se quedó tendida en su sillón mientras la TV transmitía cualquier cosa. Varios días después, unos vecinos repararon que el aparato no había sido apagado nunca y a grandes voces llamaron a la pobre mujer. Como no hubo respuesta, forzaron la cerradura y se encontraron con su cadáver.
La mujer fue velada en el Centro de Ancianos y su casa cerrada, hasta que algún pariente decidiera que hacer con ella. Nadie reparó en la lagartijita que contemplaba todo, oculta entre el follaje. Cualquiera que la hubiera visto, habría jurado que de los ojos del bichito resbalaban dos perlas acuosas…
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