El grito aterrador me retrajo de un profundo sueño, era mi niña, corrí asustado mientras un millón de preguntas asaltaban mi cabeza, el pasillo que separaba nuestras habitaciones se disolvió en segundos y no bien el grito se había extinguido cuando ya estaba yo sentado en la cama de mi bebé con su rostro en mi regazo y el control de las luces entre mis manos.
Bajé la luz a un tono suave, levanté con ternura su cabecita estirando un poco su testadura cabellera, alisé un bucle aquí, quité una lagrimita allá y susurré una canción de cuna en su orejita, hasta que sentí que mi más caro tesoro se calmaba y me despachaba una tímida sonrisa.
¿Qué pasó bibi? Pregunté
¡Ay papi, que miedo!, hay un monstruo en mi ropero – me dijo con su voz de flauta dulce
Acomodé con ternura su cabeza entre las almohadas, le di un besito sonoro en su frente de canela y le canté aquella vieja canción:
No hay nadie en mi ropero
Son las ondas de calor
Que sueltan los angelitos
Cuando dejan mi colchón
No hay nadie en mi ropero
Son los besos de Diosito
Que me protege con celo
Cuando cierro mis ojitos
No hay nadie en mi ropero
Y al lado de mi cuarto
Duerme otro angelito
Que me cuida con amor.
Un rumor tenue, un suave ronroneo y mi niña volvió al mundo de los sueños, yo apagué la luz de un todo, cerré la puerta del ropero no sin antes echar un vistazo adentro para encontrarme con la mirada fija de aquel monstruo que tantas veces me asustó cuando era niño, temblaba, porque los monstruos de los armarios son muy poderosos, pero no tienen poder contra el llanto de un niño, el amor consolador de un padre, y la protección todopoderosa de DIOS. Le guiñé un ojo y volví a mi alcoba, a retomar mi acostumbrado concierto de ronquidos, finamente acompañados por los de mi amada esposa.
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