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(Este texto está incompleto, no ha sido corregido y debe ser modificado en muchos puntos. Como no tengo disciplina para hacerlo, lo publico como está con la esperanza de que algún día pueda terminarlo)


Toda su vida en el mar le había parecido una pérdida de tiempo y ahora, habiendo abandonado los barcos para siempre, se dedicaba a tatuar a quien se lo pidiera.

Era un trabajo monótono y sin sentido, pues la mayoría de los clientes pedía los mismos tatuajes que la moda exigía y sólo unos pocos, demasiado pocos, le otorgaban el espacio que sus ansias de artista le pedían.

Sin que el lo sospechara, pues era un hombre ajeno a todas las vanidades, era el último de los artistas del renacimiento nacido con cinco siglos de retardo, y tenía la sensibilidad intacta de los grandes maestros del Cinquecento.

Se había convertido en un hombre solitario y amargado. Sus muchos años en el mar le habían hecho perder todo lo que le era querido y ahora, solo y extraviado, esperaba que la muerte le diera alivio a una vida sin sentido.

Lo sostenía tan sólo la rara ilusión de que una mujer le entregara su piel para que la tatuara como él quisiera. Que le entregara su alma ni lo imaginaba pues sabía de cierto que la felicidad no existe en este mundo.

Había aprendido a tatuar siendo muy joven, cuando los barcos lo llevaron a Génova. Se encontraba camino hacia los muelles después de vagar por las colinas de bellas casas que circundan el puerto, cuando encontró una tienda de tatuajes en una de las calles empinadas y llenas de adoquines que bajaban descolgándose hacia el mar. Ninguno de los tatuajes que vio en la vitrina le gustó, pero le bastó saber que la piel podía recibir las tintas y retener la belleza de los grabados antiguos que había visto en las enciclopedias de su infancia, para saber que había venido al mundo para ser tatuador.

Entró a la tienda de los tatuajes y casi sin saludar expresó sin ambages su deseo: Quiero ser tatuador. Los dos tatuadores que oyeron sus palabras, uno argelino y el otro de Brescia, quedaron sorprendidos por una determinación tan difícil de encontrar. Después de una entrevista corta lo reconocieron como uno de sus pares y acordaron enseñarle a tatuar por menos liras de las que ganaba en una semana en el barco con tal de que corriera con los costos de las agujas y las tintas.

Después de cuatro viajes al Mediterráneo y nueve días completos entregado al aprendizaje, conoció los secretos de los que pintan sus sueños en las pieles y consolidó con el argelino y el de Brescia una amistad que duraría toda la vida.

Pronto sus compañeros de embarque vieron en sus pieles las primeras obras del nuevo tatuador, muchas veces después de alguna borrachera. Durante sus descansos en tierra hizo algunos tatuajes pero no pudo encontrar lejos del mar a nadie que se entregaran con plena confianza a la tinta de sus agujas, pues no existía en tierra el desparpajo y la calidez que tenían en los barcos quienes habían visto mucho del mundo y lo consideraban pequeño.

Nunca tuvo un cliente descontento y quienes vieron sus tatuajes reconocieron que tenía una rara habilidad para capturar la belleza.

En pocos años las pieles de sus compañeros estaban llenas de tatuajes y la emoción de crear empezó a desaparecer a falta de lienzos humanos dispuestos a permitir que el tatuador introdujera la tinta debajo de sus epidermis de la forma que él quisiera.

Una tarde de verano, en Yokohama, vio a una muchacha blanquísima de ojos almendrados y cabello de sirena que por un instante permitió que el viento subiera la parte trasera de su blusa y dejara al descubierto un diminuta parte de la piel de su espalda.

Había oído hablar, cómo no, de los tatuajes japoneses y había estudiado la técnica de los maestros tatuadores orientales que creaban verdaderas joyas en la piel de mujeres de piel blanquísima y cabello de sirena. Pero nunca, hasta ese día, había visto con sus propios ojos ni un centímetro cuadrado de esas pieles cuidadas que traían escondidas bajo las ropas, todo el arte y la belleza de peces maravillosos, dragones encantados, guerreros que luchaban con demonios y flores perfumadas que eran más reales que la que los cerezos producían cuando querían hacer más humanos a los japoneses.

Ese instante fugaz creó en él la obsesión de encontrar a una mujer que le entregara su piel y le diera la libertad de crear en ella lo que los italianos habían creado en capillas y los flamencos en trípticos. Grabaría en ella todos sus sueños y todas sus fantasías y después de hacerlo podría decir que había valido la pena esperar toda una vida para ver realizado su mayor ideal y ser entonces de verdad un ser humano.

Después de muchos años en el mar, la constante ausencia y su espíritu libre y soñador de marino y de tatuador lo fueron alejando de las cosas que alguna vez atesoró en tierra. Y así como había ocurrido con todos los marinos en todos los tiempos, un día se encontró con la amarga realidad de que estaba sólo en el mundo.

Se hizo huraño. Se dejó torturar por la soledad. Se entregó al abandono de los que no tienen nada que perder y no volvió a tatuar a nadie.

Su antiguos amigos, el argelino y el de Brescia hacía tiempo que habían muerto y no volvió a visitar a los muchos otros tatuadores que había conocido en muchos mares y en muchos países y que habían llegado a ser como sus hermanos.

El tiempo, con su persistencia de demente lo fue empujando primero a la idea de que los barcos eran prisiones donde nunca se convertiría en un ser humano completo si no se dedicaba al oficio que su alma le imponía y luego se vio arrinconado por la idea constante de que todas sus vivencias de marino habían sido vanas y que lo único rescatable del naufragio de su espíritu eran las horas en que había podido retratar en la piel de sus compañeros los mundos internos de los que estaba hecho.

Llegó a detestar tanto la vida del mar que un día de lluvias en San Francisco, después de haber vagado por Fisherman’s Warf , envolvió sus agujas y sus tintas en su mochila de marino y cortó de un sólo tajo el cordón umbilical que lo ataba a su vida de marino y abandonó los barcos para siempre.



La vida en tierra le pareció miserable, incluso más que la del mar donde al menos podía refugiar su amargura en los atardeceres.

La necesidad lo obligó a retomar su antiguo oficio de tatuador, el único que había amado y el único que conocía a la perfección. Estableció un pequeño taller y se sumergió, sin tomar aire, en el mundo de los tatuajes tratando de poder registrar en otras pieles lo que bullía en su interior.

Los clientes venían a su taller, sabedores de que saldrían con un tatuaje elaborado con maestría y de una belleza exquisita. Pero él los despreciaba porque siempre le pedían los tatuajes de moda y nadie entendía que la piel había sido hecha tan sólo para albergar obras de arte que hicieran volar de emoción el espíritu humano.

Pronto ratificó lo que había observado años atrás durante los cortos períodos que había ejercido como tatuador de gentes de tierra y su hastío por la vida ya no pudo encontrar consuelo.

Torturado por el vacío de la ignorancia de los hombres, no encontró más remedio para su angustia que dejarse morir. Y en medio de la desesperación en un delirio de dolor llegó a pregonar a los cuatro pequeños vientos de su taller que lo único que necesitaba para morir tranquilo era cumplir su antiguo sueño japonés de encontrar a una mujer de piel inmaculada que le permitiera estampar en ella sus sueños de renacentista.

(Cómo encontró a su modelo).

Cuando vio su cuerpo desnudo creyó estar de nuevo ente las tempestades del mar. Pero su sensibilidad de artista no le dejó concentrarse en otra cosa que no fuera su creación, aun habiendo comprendido que ella era por entero suya.

Su percepción del arte había sido siempre soñadora y su admiración por los artistas le parecía inexplicable. Ahora, sin embargo, viendo la actitud de entrega de su modelo descubrió que la grandeza de los artistas no provenía de su talento creador sino de su capacidad de entregarse por completo a su obra.

Con el cuidado de quien tiene ante sí un tesoro inestimable se fue metiendo en cada milímetro de esa piel que empezaba a amar y fue esbozando una a una las vivencias que habían dado valor a su existencia.

Sus primeros esbozos fueron de agradecimiento a sus hermanos tatuadores. Retrató en su piel de bailarina javanesa al argelino Agir Ahmed Rubí con las ropas que había visto a los comerciantes venidos de Chad que llegaban hasta el mercado de Asigame, en Lomé, envueltos en túnicas vaporosas y turbantes azul turquí. Retrató a Renato Corsetti, el de Brescia, que no sólo fue su maestro en el arte meticuloso del tatuado, sino que lo había introducido al mundo maravilloso y mágico del idioma Esperanto que le había permitido tener amigos en innumerables países y que le hizo saber que todos los seres humanos eran en esencia iguales y sufrían y se alegraban por las mismas cosas.

Retrató la sonrisa y la alegría inquebrantables de su querido amigo el maestro tatuador de Odesa, Sergio Mihailovich, que llevó una vida errante y aventurera por todos los continentes. Tuvo dos hijos en Panamá y se ufanaba de haber tatuado en el corazón de su hija el único soneto conocido de Freud, escrutador de almas de Viena, y en el de su hijo la bellísima transcripción al piano de las canciones de Iván, de khachaturian. Se hizo un cocinero experto en condimentos y especias y se entregó con pasión de monje al budismo. Envuelto en un halo de leyenda, Sergio terminó tatuando mulatas de ojos verdes en todos los rincones del Caribe.

Quedaron dibujados en los senos de victoria alada de su modelo los dos cometas que había visto en le mar. Al Halley, pequeño y brillante como un diamante, lo había visto en una madrugada clara y transparente en el golfo de México. Admirado y temido en su aparición previa, había hecho que su abuelo se hiciera inmensamente rico cuando compró haciendas y propiedades que campesinos ignorantes vendían a precios irrisorios convencidos de que el mundo se iba a acabar. El segundo, el Hiakutake, había iluminado los cielos nocturnos con un velo elegante y gigantesco cuando navegaba entre Córcega y Cerdeña y había competido en brillo y magia con las luces lejanas de las islas Baleares, las noches siguientes, cuando su barco se dirigía a Gibraltar.

Quedaron retratados en esa piel enamorada, los tres delfines de luz que había visto al sur de Grecia en una noche fría de primavera en que se había quedo dormido en la proa buscando estrellas y que brillaban con destellos fosforescentes que producían a su paso minúsculos animales marinos. Esos delfines de luz, que eran uno de los recuerdos más entrañables que tenía, habían representado esa noche mágica a su familia. Y cada vez que los recordaba volvía a ser un niño y sus ojos se llenaban de lágrimas.

Quedaron en esa piel entregada a su propia entrega, las sonrisas de los niños chinos que en Xiamen se admiraban de ver su barba y su desenvoltura, y le mostraban dónde podía comprar cometas multicolores con formas de mariposas que él haría volar después en su propio país y que serían la admiración de los que dudaban que mariposas más bellas que las de sus jardines pudieran ser vistas en el cielo.

Quedaron delineadas en su modelo las redes de los pescadores de las costas de Liberia que él había ayudado a sacar del agua cargadas de criaturas diminutas y que había descubierto cuando buscaba el origen de los cantos melodiosos de las negras que en Lower Buchanan acompañaban el trabajo de los pescadores.

Fueron quedando tatuadas los tótems de los parques de pinos de Vancouver, las tormentas aterradoras del Mar del Norte, las lluvias monótonas de Panamá y del Chocó, los atardeceres únicos de las costas de Chile, las playas misteriosas de Manakara con sus selvas de lémures y ranas doradas que las hacían aun más misteriosas, y la alegría de las mujeres de la larga costa de Brasil, siempre tan bellas, siempre tan dispuestas a entregar sus amores y su pasión única.

Hubo espacio para las lluvias de estrellas en la mitad del Atlántico y para las orcas viajeras de Mauna Kea. Y también lo hubo para los nombres de ensueño con que los marinos habían bautizado los rincones del mar: Pasaje de los Galeones, Cabo de las Tormentas, Buenaventura, Mediterraneo… y el nombre que le parecía más evocador, más sonoro y elegante de todos: Valparaíso.

Tatuó los saris de colores brillantes en que había sido envuelto en noches de amor en Bombay y en Surabaya. Y tatuó los ojos brillantes y húmedos de una joven de piel clara y labios desquiciados que le entregó su vida en una noche más desquiciada todavía en Corinto, que se había aferrado a sus brazos rogándole que no la abandonara y que le había jurado que nunca lo olvidaría.

Tatuó en su cintura perfecta las sepias que Juriko Yamaguchi le preparaba siempre que la visitaba en la casita encantada de la calle Oooka y que comían juntos mientras se iban contando por turnos las interminables historias de sus amores desdichados.

Dejó un lugar especial para las mujeres de Rotterdam pues sus ojos claros, sus cabellos del color de los trigales y sus pieles bronceadas en los veranos españoles las hacían las más bellas del mundo. Estuvo enamorado de ellas toda su vida y con el paso de los años su memoria las fue embelleciendo más y más, hasta el punto que superaron en gracia a los querubines.

La piel de la modelo se fue llenando de su propia vida. Todo lo que había sido, todo lo que era, fue quedando en esa piel que todo lo recibía y sus almas se fueron entrelazando por la entrega mutua.

A medida que su obra iba pareciendo en el cuerpo de su modelo, empezó sentir que una vida nueva lo invadía y que

Pero el trabajo no estaba terminado.

Dedicó la espalda de su bella a los pintores italianos. Durante sus muchas estadías en Livorno, visitó tantas veces a Florencia que los capitanes ya no contaban con él en ese puerto y los porteros de la galería de los Uffici lo reconocían como el visitante más asiduo. Fue recreando los cuadros de Giotto, de Uccello, de Piero de la Francesca. Y de los tres que más amaba: Rafael, Miguel Ángel y el divino Leonardo. Fueron apareciendo en esa espalda maravillas que hubieran merecido compartir los muros de la galería si no hubieran sido tatuados de la forma en que lo fueron, en un cuerpo humano. De la misma manera que pasó jornadas enteras contemplando los cuadros de Botticelli en un estado cercano a la alucinación, pasó largas horas entregado a la espalda de su modelo creando la belleza más pura.

Los minaretes que tanto había admirado fueron tejidos uno a uno en un collar que adornó el cuello de su adorada. Los fue colocando con un cuidado infinito y logró representar los cantos misteriosos que llamaban a la oración desde esas torres de fantasía.

Navegando ahora por los mares del amor más desesperado, tatuó en el pubis de su amada las escaleras en caracol de la Sagrada Familia de Barcelona, las altas torres y los ropajes de terciopelo de los cuadros de Rubens de la catedral de Amberes, las luces de la cúpula de la iglesia de Sana Sofía en Estambul como las había visto desde el alerón de estribor y al Altar del Cielo, azul y precioso, que lo había dejado embelesado la vez que se escapó hasta Pekín. Con la delicadeza de quien tiene el amor en sus manos y sabe que le pertenece, tatuó en los pliegues mas íntimos de su feminidad la pequeña capilla florentina donde se decía que reposaban los restos de Beatrix, quien había inspirado a Dante para que recorriera todos los círculos que los seres humanos pueden imaginar, y donde el poeta y él habían pasado tardes enteras suspirando de amor.

Decidido a no dejar ni un milímetro de esa piel sin tatuar, se entregó a cubrir los últimos resquicios con los versos de amores y desamores con que Ovidio había inmortalizado a su Corinna, y que sabía de memoria.

Un sentimiento de plenitud impregnó cada rincón del pequeño estudio que había visto nacer y florecer el amor. Y su alma, antes perdida, encontró los motivos que necesitaba para seguir brillando hasta el día de su muerte.

Terminada su obra y cumplido su sueño de amor, vio el destello en los ojos de su bella tatuada que entre suspiros le reclamaba: Tatúame otra vez.

((Y tatuarla otra vez y mil más fue posible.

Pues abandonado como estaba a los huracanes de la pasión, en lugar de haber usado las tintas y las agujas… los tatuajes que cubrían ahora todo el cuerpo de su amada habían sido dibujados con besos.))

Texto agregado el 03-11-2010, y leído por 440 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
03-11-2010 dejalo así que está buenísimo***** PENSAMIENTO6
 
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