Sentado en la cesta de la catapulta observo el panorama que me rodea.
El tiempo pasa, y aunque es desagradable estar sentado aquí sin poderse mover ni escapar, al final te vas acostumbrando a una situación que para otros se tornaría insoportable.
Los músculos del cuerpo se agarrotan y la mente se entumece, pero al menos sigo dentro de la cesta. Además, siempre cabe la esperanza de que el gobierno actual cambie, bien porque internamente la oposición se harte de él y mueva ficha para arrebatarle el poder o bien porque la comunidad internacional reaccione a tiempo y decida eliminarlo antes de que terceros países empiecen a sufrir las consecuencias de su existencia.
Entonces la justicia revisaría mi caso y con un poco de suerte me indultarían y ordenarían que me desataran las manos y volvieran a poner la escalera para que pudiera bajarme de la cesta y alejarme de esta máquina infernal.
A estas alturas de mi condena la gente ya no suele agolparse alrededor de la catapulta como antaño hacían.
Todos los días viene uno de los responsables de cuidar la catapulta a darme de comer y comprobar que sigo allí y no he intentado bajarme de ella para huir. Así de paso se aseguran que no he decidido usar mis ropas para fabricar una cuerda y colgarme de la cesta, y de esta manera acelerar el proceso dictado por la ley.
Pero eso nunca pasará; jamás les concedería tal gratuito placer. Si quieren eliminarme tendrán que catapultarme, para que mi muerte les pese en la conciencia, si es que alguien no se la ha anestesiado antes con palmaditas en la espalda, moralina patriótica y medallas en el pecho.
Si hay un suicidio de por medio será porque así lo habrán urdido los gerifaltes del gobierno; pero no creo que ese sea el final que tienen preparado para mí pudiendo organizar una ejecución pública que sirva de escarmiento a los demás, para que así sepan a qué atenerse y renuncien a la lucha por la libertad.
Cuando la pena de muerte es legal en un país y existe una condena firme emitida por “un juez imparcial” durante “un juicio justo” que avala su ejecución, es mejor no esconder el acto y llevarlo a cabo de la forma más pública y aséptica posible, con testigos que certifiquen la defunción del condenado y relaten ante las cámaras sus últimas palabras de odio hacia el sistema, para que de esta manera no suene todo tan moralmente punible.
Mi familia también suele venir a verme siempre que puede y la policía les deja pasar después de cachearlos hasta la saciedad, como si el mero hecho de querer mantener el contacto conmigo les hiciera igual de culpables.
Y de vez en cuando aparece mi abogado para informarme de la evolución de mi proceso; más que todo para que no me pille por sorpresa si algún día llega el encargado de cortar la cuerda que libera la catapulta con el cuchillo en la mano y el verduguillo en la cabeza.
Bendito anonimato que te permite matar en nombre de la justicia sin ser juzgado por ello.
Antiguamente también se acercaban bastantes periodistas fieles al régimen, deseosos de contar mi caso para cebar la leyenda negra que envuelve a mi persona y que sus lectores – si es que alguien malgasta su tiempo leyéndoles – supieran a conciencia de que pasta estoy hecho.
Al principio eran muchos los interesados en convertirme en una cabeza de turco fabricada a la medida de los objetivos gubernamentales, pero ahora ya no suelen aparecer; cosa que por otra parte agradezco, porque lo más seguro es que el día que vuelvan en manada al pie de la catapulta será para contar el final de la historia, y cuando esté volando por los aires poco me importará ya quien venga a verme.
Nunca les di la oportunidad de retratarme como una bestia ansiosa de sangre, dispuesta a sacrificar a las víctimas más inocentes por defender mis principios, por muy firmes que estos fueran; básicamente porque jamás sería capaz de hacer semejantes barbaridades ni por mis ideales ni por los de otros.
Contemplar mi serenidad y lucidez; y escuchar mi férrea defensa de la democracia; así como las críticas razonadas que hacía al sistema al que ellos adulan por miedo, en el fondo les hacía sentirse demasiado ruines y vacíos como para seguir enfrentándose a la realidad.
A los otros, a los fieles al régimen no por miedo sino por apoyo incondicional, nunca les vi por aquí. Esos no necesitaban oír mi versión de los hechos para informar a la opinión pública, les bastaba con narrar la versión oficial, la que me hicieron firmar los guardianes al final del interrogatorio después de haberme torturado a conciencia; la misma que corroboraron mis amigos después de que la misma apisonadora fascista pasase por encima de ellos.
Los medios extranjeros, en cambio, según me explicó mi hermano, tenían y siguen teniendo el acceso vetado a mi catapulta, no vaya a ser que sean espías y boicoteadores profesionales al servicio de las naciones enemigas. Y la verdad es que es algo que no me sorprende ya que ante los paranoicos ojos del gobierno los periodistas extranjeros siempre provienen de pueblos taimados y felones prestos a minar este sistema tan idílico como caduco que me mantiene preso.
Sentado en la cesta de la catapulta analizo mi detención.
Ya casi no me acuerdo ni del día en que me sentaron aquí. Del banquillo de los acusados al cesto de la catapulta en menos de lo que canta un gallo.
Un juicio justo, y el justo castigo por los crímenes cometidos contra el estado; sino fuera porque el estado que me juzgó hace tiempo que dejó de ser justo y democrático, e inventarse los testigos del atentado constituyó en la práctica todo el trabajo que hizo el fiscal.
De poco sirvió que mi abogado defensor les intentara explicar que yo carezco del don de la ubicuidad y que difícilmente podía haber cometido un crimen en la ciudad donde reside la mayor parte de mi familia, cuando precisamente vivía oculto a cientos de kilómetros de ella para evitar que mi militancia pudiera perjudicarles de alguna manera.
Pero el estado siempre necesitará criminales que amenacen a la nación lo suficientemente creíbles como para engrasar adecuadamente los engranajes del sistema, y yo ya estaba fichado por disidente.
Así que a la acusación le debió resultar relativamente fácil crear de la nada las pistas halladas sobre el viaje relámpago que hizo el acusado para aparcar el coche-bomba frente a la comisaría de policía y volver aprisa y corriendo a su escondite, si los testigos que afirmaron verme hacerlo son dignos miembros del partido a los que se les debe creer con fe ciega sin necesidad de pedirles pruebas que avalen su declaración.
Además, cuando las masas están predispuestas a creerse los cuentos que el estado les cuenta para que, viviendo temerosos del invasor extranjero, aprecien más la utopía nacional, resulta sumamente fácil inventarlos.
Y me pregunto yo, ... Si nací libre, ¿Por qué otros consideran legítimo adueñarse de mi vida para poder soltar la cuerda de la catapulta en el momento en que a ellos les de la gana?
¿Acaso se creen mejores que yo por estar del otro lado? Del lado del tirano que controla el ejercito, la policía, los jueces y la vida de sus seguidores y adversarios.
A lo mejor es que ya nadie cree en Dios, en ninguno de los muchos dioses que el ser humano ha creado; ni en el judío Yahvé, ni en el musulmán Alláh, ni en la Santísima Trinidad cristiana.
Porque todos sus representantes en algún momento de la historia dijeron que matar era pecado y que quien mata a un hombre mata a toda la humanidad; y con semejantes amenazas a ver quién es el listo que defiende la pena de muerte y se permite usurpar el puesto a Dios decidiendo sobre la vida y la muerte de sus creaciones.
El problema es que las religiones se compran fácilmente con diezmos y templos faraónicos; y encima de no rebelarse y protestar contra los que atacan los principios de su fe, tienen la hipocresía de acompañarte hasta el último momento por si a última hora decides confesar todos esos pecados y actos execrables contra la humanidad que cometiste y suplicas perdón por las ofensas cometidas; como si así te fueras a librar de ser catapultado.
¿Acaso les gustaría que intercambiásemos los papeles? Ellos sentados en el cesto y yo rezando por sus almas, animándoles a confesar sus pecados; pero esta vez sin necesidad de torturarles para sonsacárselos, tal y como hizo la policía conmigo y con mis compañeros de partido, porque después de tanto tiempo repitiéndoselo una y otra vez al final acabaron convenciéndose de que habían sido ellos los que habían puesto la bomba y que la catapulta era el justo castigo que merecían por sus fechorías.
¡No! Es dudoso que alguna vez se hayan preguntado lo que supone estar en el pellejo del catapultado; es mejor meterle el dedo en el ojo para comprobar si aún vive y que el espectáculo no decepcione.
Pan y circo de vez en cuando para que no se quejen demasiado y que así el sistema siga funcionando sin que nadie se atreva a cuestionarlo, por los siglos de los siglos, amén.
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