Lo primero que me llamó la atención del despacho del Arzobispo Piraquive fué su austeridad.
Había sólo un escritorio de cedro de tamaño mediano con varias pilas de folders y documentos perfectamente ordenados, dos sillas frente al escritorio y en las paredes laterales dos enormes bibliotecas que llegaban hasta el cielorraso y en cuyos anaqueles no cabía un libro más.
Tras el escritorio el enorne ventanal con vista a una impresionante sección de los famosos jardines del Palacio Arzobispal.
No eran aún las siete de la mañana y yo que acababa de llegar de un turbulento y accidentado vuelo desde JFK hasta el Aeropuerto Bonilla Aragón no recibí de muy buen grado la órden perentoria de presentarme de inmediato ante su excelencia el admirado arzobispo y rector del seminario de Getsemaní.
Lo segundo que me llamó la atención en el despacho del Arzobispo Piraquive fué el culo de su secretario, digno del éxtasis contemplativo de los viajeros y turistas que merodeaban permanentemente alrededor de los baños públicos del Aeropuerto de Fiumiccino.
Antes de que tuviera tiempo de empezar a fantasear con la gloriosa retaguardia de esa reencarnación de un modelo de Michelangelo Merisi o Giovanni Bazzi entró como una tromba el arzobispo y me presentó al delegado del Nuncio Apostólico un cura cuarentón con mirada de mono libidinoso quien con melifluo acento a lo Marilyn Monroe enunció, con tono altamente polisémico, la chapa mejor puesta en la historia universal de la arbitrariedad del signo:
"Girolamo Verga"
CONTINUARA