Sabía que ese preciso día sería ajusticiado. Era en esa y en ninguna otra ocasión. El escenario ya había sido levantado y sus verdugos preparaban el cruento ritual. Pronto llegarían los solemnes invitados, cada uno de ellos con la esperanza no tan secreta de no perderse detalle alguno del brutal castigo.

Todo se llevó a cabo con precisión, los participantes tomaron sus ubicaciones y en sus labios se dibujaba un gesto de satisfacción, lo que pronto se transformaría en éxtasis, cuando el verdugo cumpliera con su cruel tarea.

El condenado ya había sido colgado para que todos pudieran contemplar las colorinches vestimentas con las cuales había sido engalanado. Nada faltaba para su triste y doloroso final. El verdugo, apuntó al cielo con un grueso garrote y cuando dio en el blanco, un solo grito de júbilo celebró el acierto. Algo se rompió en el estómago del infortunado y de sus vísceras brotó una centena de insectos petrificados.

Feroces fierecillas, bestias párvulas, se abalanzaron sobre los despojos y se los disputaron con alevosía. El cadáver del ajusticiado pendía, entretanto, de la misma soga y ya nadie reparaba en él.

Así fue su muerte, violenta, estéril, desolada. Como lo es la muerte de todas las piñatas...