Si mal no recuerdo, viniendo de la calle Bonó doblé por la Billini en sentido norte. Caminaba sobre la alfombra de los veinte años, erguido y combinando el andar con brinquitos que eran intenciones de tocar las nubes. Ajenas, aparentemente, a mi aire y sentadas en el quicio que antecedía a la puerta frontal de su chalet, estaban Helga y su cuñada. ¡Pedro!, me voceó la primera, ¡ahora los que están bateando son los feos!.
La frase, con todo y estar envuelta en el ropaje de la jerga beisbolera, patentizaba un hecho irreal. Porque cogía un murmullo y lo convertía en afirmación y, peor aún, me hacía protagonista de una acción que su cerebro había ensamblado. Las piezas las aportó el barrio, pero Helga las juntó y como buena mecánica, las puso en marcha. No sé si antes o después de responderle, escuché el reproche que le hizo la otra mujer.
Helga era una mujer contemporánea de mi padre y madre de un jovencito, cuyo comportamiento, ahora entiendo, lo había moldeado élla. Porque creó un mundo que solo entraba por el espacio redondo de una moneda. Su asunto vital siempre fue el ser alguien quién se encumbraba en lo que tenía y para tenerlo, cualquier método era válido. Entre el suelo que élla pisaba y el de los demás había un desnivel que le permitía verlos como seres inferiores y, por tanto, se creía con la facultad de poder abordarlos a su antojo y sin el menor respeto.
Pero en el nivel nuestro estaba Hilda. Una adolescente con la que compartí los cambios orgánicos, tanto internos como externos y, también, los síquicos. A élla me unía la edad y el tipo de época en que nos tocó vivir. Era de poca estatura, pero con todas sus partes proporcionalmente bien dispuestas y un color de piel un tanto indio. Su tono de voz era difícil de ubicar en una escala estándar por lo escaso de su fraseo. Más bien, su fuerte comunicativo era al través de miradas furtivas, tal vez reprimidas por los embates de un núcleo familiar misterioso.
Tendría que haber sido yo un infante cuando a esa casa del vecindario llegó esta niña de débil perfil y siempre se mantuvo como un secreto muy bien guardado, su encaje en ese hogar. Nunca se supo a ciencia cierta si había una relación de sangre o era una empleada, a pesar, de que el tiempo se encargó de solidificar la primera presunción. Pero lo cierto fue que por pura genética o por un normal proceso de ósmosis, en élla evolucionó el hermetismo característico en aquellos extraños seres.
Recuerdo muy bien que sus bien disimulados encantos nunca provocaron en el grupo de adolescentes masculinos que fuimos, la más mínima fuerza que nos impulsara a desamarrarla de sus ataduras. Y en lo que a mi respecta y con élla, solo sobresalieron dos aspectos: El primero fue el coincidir la hora en que hacía la limpieza frontal de la vivienda y mi paso hacia el trabajo; pudiendo intercambiar con élla los buenos días y el segundo, y que fue decisión suya, que al entrar yo en un áula de su escuela con mi guitarra al hombro para practicar un par de canciones, decidiera participar del ensayo. El resto lo construyó el morbo colectivo.
Por eso cuando con su timbre cantarino Helga impactó mis tímpanos, se disparó en mi cerebro un desfile retrospectivo de imágenes sanas y limpias. Una secuencia de cuadros que contrastaban con el hecho que aludía el refrán que se me endilgaba. Y que fue, que a pesar de que yo careciera de ornamentos físicos, la bondad de la naturaleza me daba un chance. Ya que según Helga, disfrutaba de un turno al bate. No creo que al escucharla detuviera mi marcha, aúnque por instinto, debí de haberle clavado una mirada incisiva e inquisitoria. Entonces me atreví a responder, tal vez con mi voz quebrada, que lo que élla puntualizaba no era una novedad. ¡Que eso tuvo que haber empezado cuando élla consiguió su primer novio!.
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