Ponga una olla al fuego, con ingente agua. Aplíquese una anestesia local en el brazo, previo torniquete, ya sabe, una tira de goma, puño cerrado, preferentemente el derecho, que causa mayor sensación. En unos minutos el agua estará bullendo y el miembro se encontrará completamente insensible. Lo meterá despacito dentro, verá cómo los borbotones menguan al contacto con la extremidad que, todavía, tiene una temperatura inferior a los cien grados Celsius. No se desanime, al poco rato se homologarán. El vello se desprenderá, dócil. El olor será semejante al del cerdo cocido. Su miembro entero habrá pasado de un rojo intenso a un durazno amarilleado, de eso a un color blanco parduzco, de éste último al salmón escaldado. Después a un jaspeado, tonalidad irregular y textura escarbada, apucherada, habrá pellejos en el borde de la olla. Usted querrá mover los dedos, pero no le harán caso, pobre mártir. Luego la cosa se pondrá cada vez más liviana, ya termina, habrá un tono marfil añejo, como las manos descarnadas de la Parca.
Cuando trate de levantar el brazo, las falanges se desprenderán unas de otras, irrevocablemente. Ahí échese a insultar, qué más le queda. Envuélvase el muñón con un algún pañuelo de color estridente, y corra a pregonarlo.
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