EL ABUELO DE JOSIAH
Por Nadim Marmolejo Sevilla
En la infancia de Josiah ya no se acostumbraba a besar la mano de los abuelos, pero a él le tocó. Su madre lo obligaba todas las mañanas a ello, antes que partiera hacia la Escuela, sin reparar en cuanto le contrariaba. Igual hacía para que estudiara, estudiara, y estudiara mucho, porque esa era la única herencia que le dejaba.
Hasta que llegó el día que no resistió más.
- No voy, mamá – protestó, chocado por la desilusión de ver que su madre no se daba cuenta de que aquella usanza, que el de algún modo concebía extraña a este siglo, podría causar la burla de sus cofrades si lo descubrían.
- Nada de eso – sentenció ella. Tú sabes que el abuelo se calienta si no vas.
- No me importa – refunfuñó Josiah. Ya estoy grandecito para eso.
Había cumplido ocho años el mes pasado.
- Usted no se manda solo – reaccionó su madre con vehemencia, poniéndole fin a su insospechada conducta altanera. Vaya antes que…
Y cortándole la frase allí, pues ya sabía en que iba a terminar, Josiah se dio vuelta y a paso rajado se dirigió a la salida. Pero, de pronto, fruto de aquel desencanto, un deseo terrible e intenso afloró en él mientras abocaba el trayecto hacia la puerta del corralón de la casa. Solo que no traspasó el terreno del pensamiento porque su madre se lo impidió con la exhortación consabida de todas las mañanas, antes que alcanzara la calle.
-No te tardes – casi le gritó.
En la calle ya se insinuaba una ardentía temible. De todas maneras los pocos transeúntes matutinos parecían andar sumidos en un profundo letargo, como si la noche hubiera macerado sus vidas antes que dispensarles energía. En el caso de los más viejos su paso delataba tanta dificultad que parecían no poder con la melancolía irremediable que dejan los años, mientras que los más jóvenes manifestaban un desánimo total como si no los aguardara el futuro. Y Josiah sentía, mientras avanzaba conforme a los enrejados enmohecidos que separan a las viviendas de la senda, como si literalmente una ola fuera la que lo empujara con fuerza hacia adelante, pero sin tropezar con nadie pues le guiaba la esperanza de que fuera aquella la última vez. A poco vio venir una ave que no logró reconocer, aunque sonaba a una Torcaza, volando muy bajo, bordeando los guayacanes del vasto solar de los De Alba, sola y silente como una alma, y la siguió con la mirada hasta que se disolvió a lo lejos detrás suyo.
Al llegar a la casona del abuelo, que estaba hecha de hormigón y techumbre de zinc, custodiada por dos palmeras de vino que ya casi llegan al cielo, no pudo retener la sombría impresión que toda la vida le ha causado la ruindad de su fachada. Y al pisar el rellano de la puerta abierta que da a la grande terraza trasera, detectó su rostro invariablemente energúmeno, imperioso, como si no fuera el de un hombre sino el de una Cobra colmada de una serena ferocidad. Era la misma fisonomía intimidante de todos los días, y como para que no pasara inadvertida la mantenía perfectamente rasurada. El indecible temor de siempre trató de someterlo, en principio, quiso devolverse, pero luchó fuerte por quedarse para no desairar a su madre. Entre tanto, apoltronado en su taburete, recostado contra la pilastra de la cerca de palos que aísla la casa del patio, envuelto en el leve humo plomizo que sale del tabaco pestífero que a diario se fuma antes de marchar hacia la finca, sólido y circunspecto, el abuelo, que visto así no era diferente al buda de ornato que cunde en los mercados persas, lo ojeaba sin darle la menor importancia. O acaso la que el merecía. Había cumplido ya los setenta y siete años, pero la parentela estimaba que aún estaba duro.
- Ese material ya no sale – se les oía decir loando su vitalidad.
Apenas notó que se acercaba, maquinalmente, como es su costumbre, extendió la mano derecha con la palma vuelta hacia abajo, propicia para que él posara sobre ella el beso al que estaba amañado, del mismo modo en que ha sido incapaz de expresar ternura en toda su existencia. Tal como ha sucedido invariablemente no correspondió a sus buenos días. E igual que ayer, anteayer, y todas las mañanas que ha hecho lo mismo, Josiah se erizó apenas sus cándidos labios tentaron la piel rugosa del anciano como si hubieran tenido contacto con un hidrosaurio. Pero esta vez no sobrevino el gesto atemorizante de sacudirle la cabeza de la forma en que lo tiene habituado, con el cual refuerza cada vez aquel culto, sino que le habló de tal manera que Josiah no pudo ocultar una enorme sacudida.
- Dile a tú mamá que venga a verme a la noche – dijo el abuelo. Y descubrir el violento vigor de su voz después de tanto tiempo fue para Josiah la comprobación de que al viejo no lo habitaba una alma humana sino una de animal de lucha.
- Sí, señor – asintió Josiah, con fácil sumisión, y no supo si el anciano se percató de ello pues sólo le afanaba grabar bien en la cabeza la orden que había recibido, ya que al abuelo le disgustaba la mala memoria de la gente puesto que la consideraba una clara muestra de menosprecio hacia sus mandamientos, lo cual era susceptible de punición, según lo comenta con frecuencia de su madre. Por ello se devolvió en el acto a casa repitiendo durante todo el trayecto lo que le había dicho.
María Ángela se tornó asustada luego que Josiah le diera la razón, pues éste la notó nerviosa mientras le ponía la mochila de los útiles escolares y se aseguraba de que nada faltara dentro de ella. Sus manos temblaban. Y no era para menos. Su aprensión hacia su progenitor le había resultado insuperable. Ella nunca esperaba de él nada distinto a mandatos y prohibiciones que la disgustaban mucho pero debía cumplir de todos modos para no contrariar su temperamento catastrófico como el de las termitas. Por ejemplo: siempre le negó el permiso para que asistiera a los bailes de quince años de sus contemporáneas con el argumento insostenible de que a esas fiestas sólo concurren las mujeres que andan en busca de marido. Y le impidió casarse, por las buenas, con el hombre que la inició en las lides del amor arguyendo que iba a meterle el enemigo a la casa, por el simple hecho que se trataba del hijo de un liberal. Es por eso que Josiah ha empezado a creer que esa es la razón por la cual su abuelo es así con él. “Tú estás muy niño para entender esas cosas”, es lo que Josiah ha escuchado de su madre las cuantas veces que le ha hablado de tal raciocinio.
Pero, hacia el anochecer, cuando estaban a la mesa y ella apuraba a Josiah para que acabara de comer, a fin de contar con el tiempo suficiente para alistarse para la cita imprevista que le había puesto el abuelo, el curso de la vida cambió. Eran las seis y media cuando llegaron con el aviso. El hombre que lo trajo, de astrosa vestimenta, no pasó del umbral de la entrada de la casa por lo que no se pudo dar cuenta de la transformación general que sufrió el semblante de María Ángela. De lo que dijo el emisario Josiah no entendió nada, pero se asustó con el gimoteo posterior de su madre que vino a darle la ilustración perfecta que necesitaba para advertir que se trataba de algo grave. El mensajero continuó su rumbo con sus pasos apagados, cual monje de abadía, y María Ángela se tornó cabizbaja en la mesa, y al cabo de esconder las lágrimas para que Josiah no las siguiera viendo fue que volvió a abrir la boca.
- Come rápido para que te vayas a acostar – fue lo que le indicó al chico cuando estaba a punto de acabar la pobrísima cena que había logrado servir ese jueves. Tengo que ir a ver que fue lo qué le pasó al abuelo.
La soledad en que quedó Josiah trajo consigo un silencio sepulcral, que nunca se había sentido en la casa. Era como si el mundo se hubiera esfumado y nada más existiera él y el rumor de su propia respiración descontrolada. Era la primera vez que su madre lo dejaba tirado, con la casa a cuestas, sin saber cómo cumplir su mandamiento de dormirse, y con la inofensiva disposición de alejar de su lado toda posibilidad de peligro se tapó las orejas. Y así lo encontró María Ángela, al día siguiente, cuando pudo volver a la casa tras permanecer toda la noche atenta a la suerte de su padre que se hallaba en una clínica de Sincelejo. A Josiah le dio contento no recibir ninguna amonestación de su parte al verlo de tal forma y le confesó, entusiasmado de repente por expresarle su solidaridad, que lo había hecho por ella.
- ¿Qué le pasó? – preguntó Josiah, luego.
- Nada – respondió ella, pero él no le creyó. De todas maneras dejó el asunto así. No era primordial para él saberlo.
Pero como nunca antes, esa mañana su madre permaneció callada mientras lo arreglaba para ir a la Escuela. Cosa que le sorprendió muchísimo, ya que era contrario a su proceder cotidiano. Y aún más cuando de una lo mandó a que se fuera para clases y no a besar, primero, la mano del abuelo como era la rutina. La obedeció tan rápido, creyendo que de esa manera no le daría tiempo de que se acordara si se le había olvidado, que pronto cogió la calle en veloz carrera con el pensamiento puesto nada más en llegar en el menor lapso posible a su destino. Por fin había llegado el día en que no cumpliría aquel encargo incomodo que repudiaba sólo porque podría convertirse en cualquier momento en el motivo de la mayor vergüenza de su vida. Y ello generó en él una intensa e inopinada sensación de completa liberación que lo hizo ver el día diferente a todos los demás.
Por la tarde, cuando corría sobre el delgado lomo de un caballito de palo por la calle que pasa por su morada, vio arribar a la casona del abuelo un automóvil alargado, cuyas ventanillas cubiertas con negras cortinillas realzaban su carácter lúgubre, del que extrajeron un ataúd de color caoba que fue puesto de inmediato en mitad del cuarto principal, adonde ya estaba construido un altar en el que sólo le llamó la atención el telón blanco enorme con una cinta negra cruzada que estaba pegado a la pared. Dentro del catafalco vio al abuelo acostado, bien vestido de saco azul y corbata, pero más viejo. Oyó reventar luego el llanto de su tía Mariam cuando ella se acercó a verlo. E inusitadamente, en medio del pánico y la angustia de los otros, se le introdujo al alma una dulce sensación de alivio que reflejaba la certidumbre de que ya no tendría nunca más que volver a besar la mano del abuelo Herculano. ¡Por fin!, es lo que habría dicho si aquel pensamiento no se hubiera conformado con quedarse en la testa. Y durante el transcurso de las nueve noches del velorio permaneció irremediablemente feliz, silbando a veces melodías de moda que ya se sabía, como emancipado de una triste esclavitud, pero mudo respecto al apabullante deseo que lo abordó en la mañana del día anterior y que inesperadamente se le había hecho realidad.
FIN. |