YIN Y YANG
Siempre lo esperaba en el bosquecito detrás de los médanos.
Asomaba su perfil izquierdo esquivando las sombras de los pinos, y recogiendo su propia sombra sobre la arena.
Aguardaba.
Haciéndose la distraída, anhelaba que su amor la encontrase sumisamente esperándolo, mientras se balanceaba en su mecedora, con el corazón alerta al menor indicio de otra luz, hasta que el sueño la derrotaba.
Con iluminada paciencia, repetía el mismo ritual noche a noche.
La renovada vigilia, acababa siempre vencida por el sueño menguante, pero igual sonreía.
Hasta que una noche se borró su sonrisa cercada por una aureola de tormenta que desdibujaba sus facciones, y cedió ante la angustia. Varios fueron los días en que se debatía entre el abandono total de su ilusión, y su utópico sueño de amor.
Cuando se pensaba que la muerte ya la había requisado para su larga fila de esclavos, una noche tímidamente asomó su varicita de perfil derecho, aún pálida, ojerosa y despeinada.
Una extraña y creciente fuerza la había hecho revivir.
Emprendía nuevamente la tarea de conquista.
Pensando que el lado derecho de su rostro era el más agraciado, comenzó a maquillarse cada noche un poquito más.
Con el tiempo su faz cobraba vida, pero seguía sola.
Se redondeaba poco a poco su cuerpo, pero el amante no se percataba de sus delicias.
Toda ella era un deseo desesperado de entrega, y aunque el viento intentando consolarla le extendía la mano, no le traía el aroma del ser querido.
La soledad y el desamor lograron borrar también su sonrisa derecha, y el rencor y la venganza cerraron el círculo plateado.
Una noche el bosque la vió erguirse con su mejor vestido, sus mejillas arreboladas y el cuerpo pleno y combativo. Esa misma noche decidió enfrentarlo, y jugar a “todo o nada”
Cuando el lucero madrugador deambulaba por el cielo atando guirnaldas de nubes, y juntando estrellas en el cesto rojizo del alba, ella llegó al mar.
Se quitó la ropa, y sumergiéndose insinuantemente blanca, esperó…
Él apareció, un instante después que el mundo quedase en silencioso recogimiento ante su presencia.
Apareció de improviso por detrás del horizonte, persiguiendo pájaros, correteando las estrellas que el lucero había olvidado, entibiando vanidoso las olas, bebiéndose las tinieblas y devorando el paisaje.
Ella – la del mudo éxtasis- lo aguardaba desafiante.
Acostumbrado a que todo el universo entero bajase los ojos ante él, tomaba y desechaba, amaba o hería a su antojo, sin el menor reparo y sin consideración alguna.
Era el rey omnipotente y omnipresente recorriendo sus dominios.
Se dirigió al mar que - todas las mañanas- lo deleitaba reflejándole su belleza en la cúspide de las olas, a cambio de una limosna de luz.
Y allí la encontró.
El marfil helado de sus pechos, lo llamaba entre un arco iris de gotas.
De momento quedó deslumbrado por la belleza y la osadía, y olvidando su posición y su orgullo, comenzó a descender hasta ella.
Nada le importó que a su paso de fuego, el bosque, las matas, los pájaros y toda la vida nueva, sucumbiese ante su pasión desbordada; arrollaba y reducía a cenizas todo lo que encontraba en su camino.
¡ Él tan “señor” tan dominador, tan astuto, entregándose como un simple plebeyo ante una promesa cortesana!
Cuando penetró en el mar, no hubo vuelta atrás.
Perplejo se miraba a sí mismo, consumirse ante la nueva majestad.
El agua se elevó en hirvientes chorros de vapor, y en todo el entorno solo vida calcinada recibía la nueva soberana.
Ella tampoco pudo desandar sus pasos.
Su reinado fue muy efímero.
Cuando –consumada su venganza- quiso huir del infierno, las blancas plantas de sus pies se derretían sobre la arena.
Sintió las llamas evaporando su sangre y transformando en máscara trágica su maquillaje.
Todo se volvió nada y oscuridad.
La eterna dualidad celeste seguía su curso a través de los siglos.
Jamás podrá la doncella conquistar al rey.
Nunca podrán estar juntos, pero ambos se observan furtivamente desde los puntos más extremos del universo, como castigo a la vanidad y la venganza.
Ese solo cruce de miradas les hará comprender que ambos deben cumplir la misión de servicio asignada pero por separado.
Talvez alguna vez con el devenir de las vidas, y en algún punto mutable del infinito, sea posible una metamorfosis de perdón, olvido y reconciliación.
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