A LA RONDA RONDA
En mi espalda desnuda, sentía la aspereza del tronco. El árbol arqueado y seco,
se alzaba árido y discordante en ese paisaje sobre la cima del mundo.
La ronda giraba ya rápido, ya lentamente, según las concavidades o
convexidades que adoptaban los cuerpos, en el intento de que la niña de ojos
vendados, no los tocase con su vara.
Todos me ignoraban y es así que podía observarlos a los siete sin reparo alguno
esquivando alguna nube que fragmentando los altos cerros, avanzaba hasta ellos,
en el mismo nivel que sus cabezas, hasta deshacerse más allá, mismo al borde
del abismo, en infinidad de gotas.
El sol asombrado por la magnitud del misterio que nos rodeaba, aparecía y
desaparecía……..
La dama que estaba en ese momento de espaldas a mí, se contorneaba como un
gusano por escapar de la vara que la apuntaba. Entre ondulación y ondulación,
asomaban por el corsé de su ceñido vestido rojo, los senos redondos y blancos.
Por el pronunciado tajo de su falda hacía cabriolas una hermosa pierna
enfundada en una media negra, mientras la boca como un trozo recortado de su
vestido, se entreabría incitante.
Tomado de su mano derecha, eludía elegantemente la vara, un joven distinguido y
bello. Su rostro altanero y sin sonrisas, se elevaba erguido sobre el cuello
durísimo de su camisa blanca. A pesar del calor, permanecía impecable dentro
de su frac de largos faldones, tan brillante como sus zapatos de hebilla.
A su izquierda otro joven, pero éste, vulgar y desaliñado haciendo enormes
esfuerzos para levantarse del piso, dónde había quedado en su intento de
escapar de la niña de ojos vendados. Sus pasos eran cansinos y sin ritmo, y si
no hubiese sido por los demás que tironeaban de él, seguramente habría
abandonado la ronda.
Junto a él, una señora enceguecía a los demás con el despliegue de sus alhajas.
Cuando movía su cuello y sus manos en los giros, parecía que el mismo sol se
adhería a ella en un calidoscopio de destellos. Tampoco sonreía. A intérvalos
soltaba la mano de su compañero, para vigilar el bolso de raso que pendía de su
cintura.
Frente a ella se encontraba una muchacha delgada y rubia, que apenas prestaba
atención a no ser tocada con la vara, ya que sus ojos giraban entre en el bolso
de la señora portadora del oro, el brillante frac de su compañero, y la hermosa
voluptuosidad de la dama de rojo. Su rostro reflejaba angustia y una desolada
decepción.
Al obeso señor que tiraba de su brazo e intentaba sacarla de su apatía, le
resultaba un tormento girar y ponerse a salvo, porque su vientre tan redondo como
su cara, estaban empapados en transpiración. Sus ojos se desorbitaban por el
esfuerzo, y el jadeo silbante de su respiración, quebraba la armonía de la ronda.
Finalmente cerrando el grupo, un hombre alto y moreno, se movía tan
vigorosamente que conseguía que todos los otros perdieran el equilibrio. Sin
control alguno, sin respiro, sin descanso, no perdonaba los momentos en los que
la ronda se enlentecía.
Miraba a todos con desdén que resbalaba desde sus ojos de carbón, hasta sus
dientes apretados tras la fina línea de sus labios. Esa mirada helaba y hería al
mismo tiempo.
Seguían todos sin notar mi presencia, entretenidos en evitar ser el que quedase
en el centro con los ojos vendados.
De pronto la niña quedó inmóvil. Se acomodó sus rizos, y abriéndose paso entre
todas las personas, se dirigió directamente hacia mí, apuntándome con su vara
hasta tocarme en el medio del pecho.
Un estremecimiento recorrió mi espina, y una luz desconocida me envolvió y me
arrastró por un laberinto placentero y húmedo.
El siguiente recuerdo es mi propio llanto desafiante y aterrado al mismo tiempo.
Extrañas manos de goma me toman por los hombros.
Siento un poco de frío.
Mi visión es turbia y en mi boca, el dedo pulgar tiene un extraño sabor.
Tiemblo. Después……besos tibios sobre mi cabeza.
Un pecho de miel y dos brazos en cuna, hacen huir a confines lejanos, el llanto y
el miedo.
|